En el número 18 de la calle Luis González Obregón, en el mero centro de la Ciudad de México, está el edificio sede de la Secretaría de Educación Pública, monumento histórico que alguna vez estuvo ocupado por la Guardia Nacional, la Escuela de Artes y Oficios y la Escuela Normal para Señoritas, y que antes fue uno de los conventos más importantes de México. Se fundó en 1594 y no cualquiera podía recluirse en él, sólo jóvenes españolas o señoritas hijas de peninsulares que, además de tener origen europeo, debían contar con recursos para costear el altísimo precio que, como dote, sus familias tenían que pagar por ingresarlas, y al que después se le sumaba en mensualidades una manutención nada barata, pues en el convento de la Encarnación, tanto aquellas se preparaban para tomar el hábito como quienes ya lo habían hecho, gozaban de las mismas comodidades –o incluso más– que las que tenían en sus casas. Monjas y novicias ocupaban celdas que más que aposentos conventuales parecían lujosos cuartos de hotel en los que contaban con el servicio de doncellas y esclavas, por lo que en general vivían atendidas, cómodas y contentas; aunque no todas. El convento guarda en sus entrañas una dolorosa historia de amor violentamente interrumpida en el plano físico.
Se cuenta que durante el virreinato, sin que se detalle la fecha, una virreina enfermó con tal gravedad que hasta se prepararon los detalles de sus exequias, pero que de manera inesperada se recuperó rápida y completamente. Como era de esperarse, un acontecimiento así debía ser celebrado, y justo para ello se organizó una fiesta en palacio a la que acudieron pocos invitados, entre ellos una joven, de nombre Clara, cuya belleza destacaba sobre la de todas las demás.
Sin arreglos superficiales, y vestida de manera discreta, Clara derrochaba inteligencia a través de unos ojos oscuros aún más resplandecientes que los diamantes y esmeraldas de las damas; su andar era más cadencioso que la música con la que el convite era amenizado, su cuello más largo y elegante que la suntuosidad de una concurrencia que, con el paso de las horas y las copas de vino espumoso, perdía cada vez más eso que llaman compostura. Justo así, en estado etílico burbujeante, departía en la fiesta en honor a su madre el hijo de los virreyes, una suerte de mirrey virreinal que, como los de hoy, no conocía los beneficios que la tolerancia a la frustración produce. El junior barroco, con esa misma actitud con la que hijos de ex presidentes aparecen en redes sociales disparando armas de grueso calibre, o golpean al personal de grupos musicales, o colideran sectas sexuales, intentó abordar varias veces a Clara quien, ante la insistencia del pirrurris barroco, decidió ir a casa y caer antes en los brazos de Morfeo que en los de Dionisio quien, sabía, es mal consejero.
Nada más llegó a su hogar, un palacete contiguo al convento de la Encarnación, Clara se dirigió al balcón donde, además de una campana lejana, escuchó las palabras con las que un joven, Gonzalo de Vieira, le hacía saber el amor que por ella sentía. A diferencia del mirrey novohispano, Gonzalo sí era correspondido por Clara, a quien, nada más de verlo, le brillaban los ojos con mayor destello que cualquier astro en el cielo, lo que le valió ser llamada por su amado con el nombre de Estrella. Esa noche ambos se dijeron secretos y confesiones, de esas que nada más los enamorados saben decir, hasta que unos pasos los alertaron y cada quien jaló en distintas direcciones.
Gonzalo se sintió perseguido y detuvo el paso para empuñar su espada y defenderse de quien caminaba detrás suyo; se trataba de un hombre que nada más de percatarse de haber sido descubierto lo retó a duelo. Ambos se dirigieron a la Plaza de Santo Domingo para batirse, uno de ellos cayó herido y el otro huyó. Al día siguiente, Clara y su madre recibieron una visita de lo más inesperada, se trataba del virrey, quien justificó su presencia al pedir la mano de Clara para su hijo, y la ausencia de éste a un “incidente de juerga”. La madre, feliz, preguntó a su hija sobre la decisión que tomaría, a lo que Clara contestó, a ella y al virrey, que le dieran tres días para pensar, lo que no significaba que quisiera considerarlo, finalmente esa era la costumbre y forma, pero sabía de antemano que rechazaría la oferta.
Salió el virrey de casa de Clara y tras él pasó un cortejo fúnebre; al preguntar quién era el difunto respondieron que un joven que se batió a duelo la noche anterior y cuyo nombre en vida había sido Gonzalo de Vieira. Clara, después de recuperarse de la impresión, le avisó a su madre que no sería consuegra de un virrey y que se recluiría en el convento contiguo a su casa, el de La Encarnación. A partir de entonces los ojos de Clara dejaron de brillar para siempre. Su madre supo que no cambiaría de decisión y tapeó las puertas de la casa, mandó a abrir un acceso al convento, y se resignó con que su hija pudiera, al mismo tiempo, recluirse y seguir viviendo en el lugar en el que había nacido, en el que su estrella se eclipsó y en el que finalmente, a diferencia de su amor, murió.