El 10 de junio de 1972, W viajaba en coche con su familia de París hacia Venecia cuando desviaron la ruta y se detuvieron en el Pireo, donde tomarían un crucero para recorrer las islas griegas antes de remprender el viaje al destino veneciano. Al salir de París habían oído que en México, el país que en 1949, a sus 17 años de edad, lo acogió y naturalizó tras su salida de la España franquista, acababa de haber otra represión a estudiantes, de manera que, tras detenerse en el estacionamiento del puerto, W se dirigió a un puesto de periódicos, en el que también se vendían refrescos y souvenirs, y venció la enraizada timidez lo suficiente para dirigirse en francés al puestero y pedirle, “Le Monde, s’il vous plaît”, petición que el tendero, aunque no sé si sonriente, atendió de inmediato, sólo que en forma de una limonada. Sin aceptar la limonada, W repitió con firmeza y mayor precisión su malentendido deseo, “Le Monde, s’il vous plaît, le journal”.
Al referir la anécdota anterior corro el riesgo de pasar por indiscreta, pues vivir con W, por más que sea desde hace 18 años, no implica de por sí el derecho de hacer públicos recuerdos que él tiene de repente y que expresa en la privacidad de nuestra convivencia. Sin embargo, me atrevo a arriesgarme a ser considerada imprudente basada en algún razonamiento que me justifica por su calidad de irrebatible.
Entre otras muchas cualidades que W posee, y a pesar de que es un artista plástico abstracto, destaca la de la apreciación de la realidad, así que cuento con que al hablar conmigo tiene presente uno que otro hecho, no el manido de que porque soy mujer por lo tanto soy proclive al parloteo, sino el de uno más aplicable a mí y más evidente, a saber, el de que soy escritora. Es decir, con toda certeza sé que él no es de quienes dan por sentado que toda mujer, por serlo, tienda a ser boquirrota, pero con igual seguridad afirmo que W sabe que, como escritora que soy, me inclino a escribir. Conoce muy bien, además y por supuesto, mi tendencia a escribir, si no exclusivamente, sobre la vida, la mía, la de otros, conocidos o desconocidos. O sea, no ignora mi propensión hacia la forma biográfica. Como escritor, incluso autobiógrafo que también es, si W habla delante de mí, si no duda tampoco descarta que lo que exprese, con sus excepciones, para mí es material preciado que no puedo más que recoger y retransmitir públicamente. Por otra parte, de los textos autobiográficos que W ha publicado, hay episodios, o anécdotas, o remembranzas que, como es natural que suceda, se le quedaron en el tintero. Y lo que de forma incontrovertible me anima a disponer ahora de uno que otro de estos rezagos de su memoria, que él mismo dejó caer en mi atenta presencia, es que el día 15 de marzo W cumplirá 89 años de edad, y quiero que estas líneas sean mi manera de celebrar tan destacable aniversario.
Otro episodio que recuerda parte de cuando W era niño y, durante la posguerra y debido tanto a su aversión al colegio tradicional, que no lo toleraba zurdo, como a las circunstancias económicas en su hogar, estudiaba en la Escuela Elemental del Trabajo. Llegaba a pie a las 7:30 y, diariamente, oía al fondo del pasillo a su compañero Amadeo Benet en prácticas de su afición a la trompeta, hasta las ocho, cuando los dos se encontraban en el taller de cerámica, que era una de las actividades de los estudios que compartían.
En 1958, Benet, durante su exilio en México y como integrante de Los Churumbeles de España, tras ver un anuncio de una exposición de Vicente, acudió a la galería Proteo y así fue cómo se rencontraron, él, músico, y W, artista plástico. En reciprocidad, una noche W, con Alba, su esposa, y con su hermano Paco y su cuñada Celia, fueron a oír a Benet tocar en un salón en el último piso de un hotel en Paseo de la Reforma, cuyo nombre escapa a su memoria. Tras esa temporada, W supo que Benet se iba a Puerto Rico, y fue cuando le perdió la pista a su amigo de infancia.