Entre los damnificados de los efectos del cierre de instituciones públicas impuesto por la ya larga cuarentena (que ya se trata de una anualena) causada por la pandemia, los historiadores han sido uno de los gremios más afectados. Digamos que ha limitado severamente el ejercicio de sus labores tradicionales (tal y como las conocíamos hasta hoy). Cientos o quizá miles de estudiantes e investigadores –no sólo historiadores– que requerían de bibliotecas y archivos para realizar sus pesquisas, han tenido que delimitar sus temas de trabajo o, en algún caso, cambiarlos, por el hecho de que no hay acceso a las fuentes de información.
La única salida ha sido buscar refugio en esa otra gran biblioteca surgida en la década de los 90 desde las entrañas del Internet y que se podría llamar la biblioteca virtual global. Virtual porque sólo ofrece copias o reproducciones de los documentos originales. Global porque permite consultar desde cualquier lugar acervos que se encuentran en cualquier lugar –léase: los más disímbolos paraderos del mundo.
Hace algunas semanas, Carlo Ginzburg ofreció una conferencia, auspiciada por la Biblioteca Nacional de México, sobre las visibles transformaciones que plantea para la lectura y la investigación esta nueva biblioteca que no está en ningún ligar –más que en nuestras pantallas– y en todos los lugares a la vez. Un lugar que identifica a un an-arkhe global. En principio, sólo sabemos de tres figuras que gozan de esta bizarra existencia: Dios, los fantasmas y la esfera de Pascal, dotada de un número infinito de centros. El término an-arkhe, cuya formalización debemos a Rainer Schürman, es más complejo y, en cierta manera, prolífico, al menos para estimar la situación que nos ha tomado por sorpresa.
En el mundo griego, el arkhe reunía a dos términos que la cultura romana acabó por separar: el archivo y la ley. Es decir, la ley escrita/inscrita en y por el arkhe. An-arkhe significa en principio “sin ley” o, más precisamente, un arkhe que perdió su ley. La biblioteca fantasma (virtual) supone un archivo sin ley. Cuando buscamos el significado de algún término, por ejemplo “Estado” (la institución política), aparecen en nuestra pantalla un sin fin de entradas como “estado del tiempo”, “estado del arte”. Ese catálogo contiene un ordenamiento oculto: el número de usuarios que acuden a buscarlo. Sin embargo, para una biblioteca ese ordenamiento es la expresión más flagrante del caos. Ya sea en una biblioteca privada o en una pública, un documento o libro que no está ordenado por el nombre del autor o la materia simplemente no existe. Se ha extraviado para siempre. Y éste es el síndrome o el mal que aqueja a la biblioteca fantasma: sus acervos crecen con mucho mayor rapidez que nuestra capacidad de reducir y ordenar su complejidad. En sicología sería un déjà vu invertido: lo que siempre aparece es la inquietud de lo inabarcable.
Ginzburg, quien ha sido un tenaz cazador furtivo de los secretos o los detritus que encierran los archivos históricos, ideó una salida para compensar este delirio. Durante siglos el historiador acudió al archivo para encontrar lo que buscaba de antemano. Primero postulaba un problema, después se lanzaba en búsqueda de documentos. En la biblioteca fantasma esta operación, esencialmente cartesiana, resulta inconcebible. En ella sólo existe una ínfima parte de las reservas que se hallan en rollos, pergaminos y papel en las bibliotecas que hoy están cerradas.
A cambio, sugiere Ginzburg, podemos sustituir este método cartesiano por otro que los pintores conocen desde Leonardo da Vinci. Picasso lo formuló de manera sucinta: “Yo no busco, encuentro”. La imagen que pintaba no respondía a sus intenciones ni a sus deseos, sino que lo encontraba por azar. Ginzburg admite que durante décadas este “método” de los pintores simplemente lo irritaba. ¿Dónde quedaba entonces la formulación del problema, la reflexión historiográfica? ¿Qué pasaría con el mandato de pensar a partir de lo ya pensado?
La irritación parece que cedió cuando emprendió un experimento: “Conversaciones con Orión”. Orión era el nombre del sistema de archivos digitales en la Universidad de California en la década de los 90. El experimento consistía en dejarse llevar por la anarquía de aquella biblioteca fantasma y sustituir la búsqueda deliberada por otra gran cualidad del cerebro humano: la curiosidad. Asociando libremente lo que el sistema cibernético le ofrecía. Así encontró correspondencias inimaginables en el método convencional: la relación entre la Ilustración y el racismo en el mundo de las Cafres; el origen de signos indescifrables hallados en una cruz del siglo XVI; las genealogías del Sabbat en las primeras Cábalas.
El hecho es que la biblioteca fantasma jamás va a sustituir a los acervos consolidados durante siglos por la fruición de preservar los textos y las imágenes que provienen del pasado. Pero el an-arkhe de esta biblioteca habrá de potenciar a límites inimaginables los usos de las bibliotecas tradicionales.