Una vez me enamoré de una trotskista. Me gustaba estar con ella porque me hablaba de Marx, de Engels, de Lenin, y, desde luego, de León Davidovich. Pero, más que nada porque estaba en verdad como quería. Tenía las piernas más hermosas de todo el movimiento comunista mexicano. Sus senos me invitaban a mantener con ellos actitudes fraccionales. Las caderas, que eran pequeñas, redondas, trazadas por no sé qué geometría lujuriosa lucían ese movimiento binario que forma cataclismos en las calles populosas. Un día, cuando me platicaba que: “Lenin había visto con lucidez que la época de los dos poderes llegaba a su fin”, yo le tomé la mano; ella continuó: “pero el problema básico era la concientización de los soviets”. Yo no despegaba los ojos de sus senos. Un botón de audacia “meditaba” Y me vuelvo un hombre rico. Y ella proseguía: “había que reforzar el papel de la vanguardia”. No me pude contener y la estreché a mi cuerpo con la boca de cada poro mío buscando otros iguales en su carne. Y ella: “Lenin había previsto que” Y yo ataqué el botón de su camisa y me puse a jugar con la blancura. Y mi trotskista, con la voz excitada: “los mencheviques estaban en minoría ya en los consejos”. Y yo, con decisión, le fui subiendo poco a poco la falda, como quien deja de hablarle de usted a un ángel. Se hizo un silencio. Un silencio para disfrutar del pequeño burgués abrazo que abre la toma del poder por el orgasmo.
Cultura
La clase obrera va al paraíso
sábado 06 de marzo de 2021 , p. 5a