“Ah, señora. ¡Qué lección le ha dado vuestra majestad imperial a nuestros maestrillos franceses, a nuestros sabios profesores de La Sorbona, a nuestros Esculapios de las escuelas de medicina! Ha recibido la inoculación con menos ceremonia que la de una religiosa se da en un lavatorio!”
Enemigo de la superstición, la intolerancia, el fanatismo religioso (y nada proclive al elogio cortesano), las exultantes palabras de Voltaire (1694-1778) a Catalina II la Grande (1729-96), emperatriz de Rusia y amiga epistolar, fueron gratamente recibidas.
No era para menos. En 1768, cuando en Europa 400 mil personas morían cada año a causa de la viruela (en Rusia, 2 millones), Catalina dio el ejemplo invitando al médico inglés Thomas Dimsdale para que la inoculara junto con su hijo y heredero del trono, Pablo I, y 148 miembros de la corte que recibieron la precaria vacuna que otro inglés, Edward Jenner, mejoró en 1796.
Gran momento de la “ciencia occidental”… ¿Seguro? Porque 250 años después, a pesar de las 15 mil personas que en diciembre pasado se contagiaban a diario en la patria de Voltaire, sólo 40 por ciento de los franceses consintieron en vacunarse contra el Covid-19. Porcentaje similar, más o menos, al de otros países ricos de Europa.
Con tecitos de hierbabuena, he revisado parte de los argumentos “antivacuna”. Después de todo, mofándose del célebre dicho del filósofo y matemático Leibnitz (“vivimos en el mejor de los mundos posibles”), Voltaire comentó que más bien parecería que todo se rige por “el principio de lo peor”. Añadiendo: “Si Dios creó el mundo con algún fin, debió ser para hacernos rabiar”.
No todos los “antivacuna” piensan igual. Algunos necesitan urgente atención médica. Pero otros, razonablemente, embisten contra el big pharma, la disputa geopolítica y geoeconómica entre laboratorios y estados, y la inevitable intrusión de las fuerzas políticas en los desafíos de la ciencia. Como fuere, ningún “antivacuna” reconoce que vacunarse es cuidar al otro.
Anacrónica y renovada pulseada entre la fe y la razón, donde las seudociencias ganan terreno. En este sentido, sería cuestionable omitir que al decir del comunicador español Pascual Serrano, “como en toda ‘campana de Gauss’ (remito a la doctora Wikipedia) uno se puede salir por la orilla de los listos, o por la orilla de los imbéciles”.
Entre los “imbéciles” (o “listos”) figuran los que señalan a Bill Gates y George Soros como “inventores” de la pandemia en curso. Pero si algo comparten ambos plutócratas de la filantropía, sería su obsesión para homogeneizar y exportar la “educación del futuro” (Gates) o la “sociedad abierta” (Soros), en versión estadunidense.
Por otro lado, la ilusión de conocimiento y entendimiento en “las redes” (que disponen fácilmente de “información”, o eso que algunos llaman “datalogía”), abonan con “datos irrefutables” de científicos de la legua que siembran miedo y desconfianza frente a cualquier autoridad probada del sector público o privado.
Todo vale. Y por momentos la estulticia política supera al desconcierto general de la pandemia en curso. En Argentina, luego que el presidente Alberto Fernández cerró el convenio con el instituto Gamaleya de Moscú para conseguir la Sputnik V, la ex diputada nacional Elisa Lilita Carrió (alfil de Mauricio Macri) interpuso una denuncia penal contra el gobernante por ¡“envenenamiento!”
La justicia archivó la presentación por “inexistencia de delito”. No obstante, el caso es representativo. En las elecciones legislativas de 2017, Lilita consiguió su banca con más de 50 por ciento de los votos cosechados, mayoritariamente, en la “civilizada y culta” ciudad de Buenos Aires.
El “movimiento antivacuna” dista de ser meramente ideológico. Algunos autores remontan sus orígenes al día en que atacaron la vivienda del reverendo puritano Cotton Mather (1663-1728), promotor de la vacunación en Nueva Inglaterra. Pero Mather fue también el autor de las Providencias memorables (1689), que sirvieron para condenar y ejecutar en la hoguera a la lavandera católica Goody Glover, una de las “brujas” durante los infames “juicios de Salem”.
Catalina la Grande, en cambio, era más pícara. En sus Memorias, apunta que sorteó los reparos a la vacunación de la severa Iglesia ortodoxa, sugiriendo que los habitantes de Rusia “necesitaban tener una cara limpia, libre de marcas y pústulas para encontrar una mujer bella que desposar”.
Nada de la pandemia del Covid-19 consigue esquivar la controversia política. Algunos aseguran sentirse “más seguros” con las costosas vacunas de Pfizer o AstraZeneca. Otros creen que las de menor costo (Sputnik, Sinovac, Soberana) son “más fiables” porque se elaboran en países nada dispuestos a vender su soberanía farmacéutica.
Cuentan que cuando Catalina propuso enseñar a leer y escribir a su pueblo, un ministro le dijo al oído: “Señora, recuerde que educar al rico es inútil, y al pobre peligrosísimo”.