Así como las narrativas cinematográficas, la realidad nos demuestra que la humanidad tiene dos caras, una brillante y alentadora, otra desigual y cruel. Mientras una nave no tripulada aterriza en la superficie de Marte y se consolida la hazaña multinacional de contar con una vacuna contra el Covid-19 en tiempo récord, la realidad marca que son los países más ricos, los imperios y los que fueron imperios, los que están accediendo a las vacunas con mayor rapidez y, por ende, pueden salvar de la muerte a más ciudadanos.
Los países pobres no solamente necesitan vacunas, sino ingenio y una constante creatividad. Talento logístico y capacidad para poner ideas donde no hay dinero. El acaparamiento de vacunas es solamente el indicador gráfico de cómo se reparte el mundo y a quiénes pertenece el devenir de la historia. Y sin embargo, ahí están los países de América Latina, ingeniándoselas para salir de la pandemia. Entre los países más poderosos del mundo, ha destacado la eficacia de la vacuna rusa, pero también la habilidad para comunicar: los rusos han despedazado con inteligencia todos los prejuicios sobre la vacuna Sputnik.
China no deja de llamar la atención por su capacidad organizativa vertical. Una nación de casi 2 mil millones de personas, epicentro de la pandemia, que avanza relativamente mejor que otros países. En contraste, en Estados Unidos la pandemia aprovechó un clima social polarizado después de su complejo proceso electoral, propicio para el desastre. Mucho antes de que el Covid apareciera en escena, en Estados Unidos escuchábamos de grupos antivacunas, grupos fascinados por teorías de la conspiración, que llegaron al límite de plantear que la Tierra es plana, con inimaginable éxito.
En la economía más poderosa del mundo, hace no mucho, el entonces presidente Donald Trump sugirió inyectarse cloro y desinfectante como mecanismo contra el Covid. Además, muchos de los defensores a ultranza del uso indiscriminado de armas, asociaron el cubrebocas a una restricción de las libertades. Es decir, el cubrebocas era algo así como una primera derrota para la segunda enmienda y eso era improcesable. El saldo es de medio millón de muertos y poblaciones enteras arrasadas. Donde hubo hospitales y seguridad social, no hubo por grandes momentos un mínimo de consciencia.
En México, además de lo obvio (la escasez de recursos y el fracturado y frágil sistema de salud), enfrentamos un reto mayúsculo, muy diferente al de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos o nuestros socios en el T-MEC. Nuestra economía es, al menos en prácticamente la mitad del valor que se produce, informal. Y la economía informal está en la calle. Quienes están en la informalidad no optan por ella, se ven obligados a trabajar y a pagar otros costos (derechos de pisos, cuotas y demás) adicionales al impuesto al valor agregado. Es decir, la informalidad puede no pagar impuesto sobre la renta, pero no por ello está exenta de costos asociados a la posibilidad de trabajar.
¿Cómo encerrar a un país que vive de trabajar en la calle? Creo que nuestro país, en sus contrastes, ha experimentado respuestas por intervalos de responsabilidad, solidaridad, sí, pero también de cansancio y hartazgo. A poco más de un año del primer caso detectado en México, con una economía que intenta salir todo lo que la pandemia le permita, debemos dimensionar que la característica informal del trabajo ha hecho mucho más complicado cualquier plan de contingencia.
Debemos sumar otro desafío: México acudirá a las urnas en cuatro meses, en medio del proceso de vacunación, en el curso de una pandemia que, para entonces, llevará año y medio, y que lamentablemente para entonces registrará ya más de 210 mil muertes. Aquí no hay voto electrónico ni por correo. Una situación inédita y retadora para las autoridades y los partidos políticos en contienda: incentivar la participación ciudadana en las elecciones, sin abonar al repunte de casos.
Sin duda cada país tiene sus propios retos. Una predisposición cultural, económica y social a la pandemia. México ha pagado muy caro la suya, y ha prevalecido por la misma razón. Nos queda el aprendizaje de las menos malas prácticas –ejemplo, la vacunación en la CDMX– y la sensación de que el pueblo de México está tan curtido en la tragedia, tan curado de espantos, que saldrá también de ésta. Nos queda el diagnóstico de un mundo desigual que tristemente lo será aún más después de la crisis global que dejará esta inimaginable pandemia, la necesidad de recuperar fuentes de empleo y adaptarnos a la vorágine digital que trajo esta realidad que hace menos de dos años nadie tenía en el radar. En México, así como en el resto del mundo, tendremos que aprender de nuestras propias realidades para poder imaginar un mundo mejor.