Los presidentes de México y Argentina, Andrés Manuel López Obrador y Alberto Fernández dieron una gran noticia, una buena nueva, un soplo de aire fresco ante el sopor de la pandemia y sus efectos en la economía, la vida familiar, la educación y la convivencia social. Convocaron a formar un eje que una a los países de Latinoamérica, a los del continente y a los del Caribe; se trata de un esfuerzo solidario frente a la pandemia y sus efectos, pero también para defender en forma conjunta, los intereses latinoamericanos en el mundo competitivo y globalizado de hoy.
Ambos llegaron al poder por la vía democrática y ambos han luchado contra gobiernos entreguistas y corruptos. Más allá de las cortesías y formalidades, la visita de Fernández constituyó un mensaje de sincera amistad. Y de esa muestra de coincidencias y esa similitud de ideales y principios, además de la empatía entre ambos, del conocimiento de la historia y de los peligros actuales, surgió una propuesta común, unir fuerzas y convocar a los demás países hermanos a confirmar políticamente lo que ya es desde el punto de vista cultural, una gran comunidad de naciones.
La idea retoma una intención de unidad manifestada a través de la historia de diversas maneras, pero nunca lograda por innumerables obstáculos tanto políticos como económicos.
Los países a los que este eje, que se pretende impulsar desde Argentina por el sur y desde México por el norte, alguna vez formaron parte de una gran unidad política, la mayor de su tiempo, a la que la Constitución de Cádiz de 1812 denominó “la nación española”, la reunión de todos los “españoles” de ambos hemisferios que determinó también que son españoles todos los hombres libres nacidos y avecindados en el territorio de la nación; estuvieron incluidos todos, tanto las comunidades de la península como las del territorio que va desde las provincias internas del norte de México, la Nueva España, Yucatán, la capitanía de Guatemala, el virreinato de Perú, Venezuela, Colombia y hasta el río de la Plata; se incluían también las islas Canarias, las del Caribe, Cuba y Puerto Rico y las islas Filipinas en el océano Pacífico.
Fue el gran esfuerzo de España, casi agónico. Por conservar su imperio, consideró a todos, nativos americanos, criollos, mestizos y peninsulares, canarios y filipinos, como iguales y ciudadanos de la gran unidad política que denominó nación española. Se exceptuaron a los afrodescendientes , por ser esclavos, hasta que las nuevas repúblicas, abolieron la esclavitud.
La unidad no fue posible; España no pudo mantener su poder por la invasión napoleónica y por los impulsos de libertad e independencia que contagiaron a todos sus antiguos territorios americanos.
Otro intento, también fallido, fue el Congreso Anfictiónico de Panamá, impulsado por Simón Bolívar en 1825, que concluyó sin pena ni gloria en 1828 en Tacubaya, lugar al que se citó la segunda reunión de plenipotenciarios. La propuesta era buena, crear una gran confederación de países recién liberados, desde México hasta las entonces Provincias Unidas del Río de la Plata; una de sus metas era liberar a Cuba y a Puerto Rico y formar un poderoso ejército para ello y para defenderse de las ambiciosas potencias que pretendían repartirse los restos del antiguo imperio español, su control político y la explotación de sus riquezas.
Este intento de unidad fracasó en buena medida por la inexperiencia de nuestros políticos, por el doble juego de los diplomáticos ingleses y estadunidenses, pero principalmente por la inestabilidad provocada en las nuevas repúblicas por rivalidades internas y por intrigas externas.
Pese a todo, la idea de una unión latinoamericana no ha dejado de estar presente; el papa Francisco en varios documentos, incluida la encíclica Fratelli tutti, ha mencionado a la patria grande latinoamericana.
Cuando ingresé al Partido Acción Nacional, a mediados de los 60, conocí los principios ideológicos de ese partido aprobados en 1939 (ahora archivados) sólidos y escritos en forma precisa y elegante. Cito textual el primero: “La nación es una realidad viva, con tradición propia varias veces secular, con unidad que supera toda división en parcialidades, clases o grupos y con un claro destino” y lo más interesante, al final: “El desarrollo interno de México su verdadera independencia y su colaboración eficaz en la comunidad internacional, dependen de una celosa conservación de la personalidad que nuestra nación tiene como pueblo iberoamericano, producto de unificación racial y ligado esencialmente a la gran comunidad de historia y de cultura que forman las naciones hispánicas”.
Al escuchar los discursos de nuestros presidentes en Iguala, recordé, no sé por qué, la Oda a Roosevelt, del nicaragüense Rubén Darío, en la que increpa al poderoso estadunidense llamándolo “futuro invasor”, pero le advierte: “cuidado, vive la América nuestra - hay mil cachorros sueltos de león español”.