Estamos atraídos constantemente a un discurso político centralizado y enfocado en una agenda rígida, impermeable y, también, polémica. Que haya una agenda política no puede sorprender, por supuesto, y la que hoy existe está claramente definida y sus resultados están aún por mostrarse. Estamos ya en el tercer año de esta administración.
El discurso y el debate cotidianos están centrados en la definición de proyectos, programas, legislación y acciones que han privilegiado el ámbito de los asuntos que el gobierno ha planteado como claves de su gestión pero que, por diversas razones, incluyendo por supuesto y en lugar primordial a la pandemia, impusieron condiciones imprevistas y de gran calado. La realidad no puede eludirse. El primer caso de Covid-19 en el país se registró hace un año y ha definido de modo significativo el desempeño de la economía y afectado severamente las condiciones sociales.
El gobierno ha mantenido a rajatabla sus proyectos de obras de infraestructura, su política de austeridad fiscal aplicada desde 2019 y su discurso. Pero la realidad cambió en marzo de 2020 y el ajuste por el que se optó tiene puntos cuestionables.
Uno tiene que ver con la propia gestión de la pandemia. Más allá de la polémica sobre el cubrebocas, que expresa un modo de ver las cosas muy revelador, el dato que muestra la situación de modo claro es el alto número de defunciones registradas oficialmente y que superan 185 mil. Hace unas semanas luego de una aproximación al conteo hecha por el Inegi y que lo situaba tres veces más arriba, la Secretaría de Salud no pudo refutar ese número, pero seguimos hablando sólo de los casos oficiales.
El efecto social de la pandemia, sus consecuencias sobre todo el sistema de salud, de los usuarios y quienes trabajan en clínicas y hospitales no está, pues, claramente expresado en el debate público.
El impacto de la pandemia ha derivado, necesariamente, en el campo económico. La actividad productiva decreció en una tasa estimada de 8.5 por ciento en 2020, segundo año consecutivo de registro negativo y el peor desde 1932. El inicio de este año está por debajo de lo esperado y cada día que pasa va en contra de las previsiones fijadas por los expertos y el mismo gobierno.
Cabe cuestionar si las prioridades de política pública en materia de gasto e inversión, de regulación de los mercados y estímulos suficientes a la actividad productiva son compatibles con la repercusión negativa de la pandemia; si las adecuaciones al proyecto de gobierno son las adecuadas, o bien, si el costo económico y social se agranda en las condiciones reinantes.
La intervención pública para paliar el impacto adverso de la pandemia ha sido insuficiente y afecta negativamente a una gran parte de la población; así lo indica el monto de recursos dispuestos para ello, la forma de su distribución y el efecto observado en el terreno. La inversión pública y privada son insuficientes; el gasto en consumo sigue siendo muy débil; el empleo formal creado es poco. El Coneval informa que la población en situación de pobreza aumentaría en 10 millones de personas. El Inegi informa sobre los indicadores económicos y sociales relevantes; un asunto sirve de muestra, el fuerte aumento de la subocupación en el país, hay más gente en la informalidad y en condiciones de precariedad por la falta de ingresos; el crédito se reduce y la productividad cae; los precios suben.
Es claro que no se puede gestionar la crisis, analizar la condiciones y mejorar la gestión si no se comparten la misma información, los mismos datos, y se asegura su calidad y confianza. Es notoria la falta de datos claros y oportunos de los efectos de las acciones públicas al respecto y, también, la pugna con las instituciones independientes que evalúan las políticas del gobierno. Ni la Secretaría de Hacienda, la de Comercio o la de Bienestar ofrecen datos suficientes y oportunos al respecto; tampoco hay una evaluación consistente de los resultados. Aun así, es claro el deterioro social del año que lleva de pandemia.
Ahora el problema se deriva a la vacunación y el control de los contagios y los fallecimientos. Sólo así podrá renovarse la actividad productiva, remontar la fragilidad provocada por la crisis, mejorar la salud y apuntar a un mayor bienestar, eso sí, sobre una basa muy débil.
En el discurso oficial cotidiano y en las medidas directas e indirectas que se adoptan hay una consideración insuficientemente explícita, consistente y de manera continuada sobre del deterioro social y económico del país y sus consecuencias actuales y previsibles.
Un símil naval podría ilustrar la cuestión. La línea de flotación de un barco de carga sería una referencia adecuada. Según el Diccionario Naútico, dicha línea es la que determina el agua en la parte exterior del casco que separa la obra viva, que es la parte comprendida desde la quilla a la línea de flotación, de la obra muerta, la parte que sobresale de la superficie del agua. La nomenclatura es explícita en su consideración. Si la obra viva, o sea, la gente, las condiciones de vida, las expectativas negativas, el bienestar y las oportunidades pospuestas se agranda, la estabilidad del barco sólo puede comprometerse. La atención al respecto debe ocupar más la atención pública de cada día.