Ciudad de México. Cumplimos en México un año de pandemia. Injustos como somos, hemos olvidado dar su lugar al acompañante cotidiano sin cuyo concurso todos estaríamos peor: el humilde jabón. Cuando en marzo de 2020 vimos que se venía la pandemia sin saber la que nos esperaba, uno de los primeros escudos de la prevención, de pronto vital, de vida o muerte, fue el jabón. Se estipuló una cantidad de segundos mínimos para limpiar el Covid-19 que pudiéramos traer. Sin embargo, esta práctica no tenía un futuro estelar, enjabonarse las manos todo el día es engorroso. Un mojadero de toallas. Y luego que no todos tienen agua para animar las virtudes jabonosas. Se impuso entonces una industrialización masiva de la limpieza de manos, mediante alcoholes, geles, aerosoles, y relegamos al jabón.
No lo idealizo. Tengo motivos personales para odiar a sus grandes fabricantes. Mis primeras experiencias de desasosiego proletario fueron entre los obreros de esa industria. Además, mi padre trabajó para la trasnacional Procter & Gamble más de 30 años, donde lo hicieron bombero, siendo ingeniero, y al final le dieron una desdeñosa patada con la trituradora capitalista clásica. Además, las dos décadas que viví en casa de mis padres fui vecino a una cuadra de la otra trasnacional de detergentes, dentífricos y jabones, Colgate Palmolive. Sus perfumes y pestes, según la sustancia del día, envenenaban el aire antes de que la palabra esmog entrara al vocabulario (de donde ya salió, por cierto). Sin embargo, el jabón en sí merece nuestro reconocimiento, más ahora que se prodigan presentaciones artesanales, orgánicas, naturales, con base en pétalos, semillas y grasas que pasarían por kosher.
El jabón tiene su rapsoda: Francis Ponge (1899-1988), uno de los poetas más objetivos de la era moderna, racional en la mejor tradición cartesiana francesa, paradójicamente a contraflujo del surrealismo y las corrientes fantasiosas o malditas de su tiempo, aunque amigo de Breton y Reverdy. Lo que Braque al cubismo, es el poeta de las cosas, con frecuencia rayando en el ensayo. Son “proemas”, admite. Su libro cardinal es De parte de las cosas (1942), un censo de objetos comunes equivalente a las elementales odas de Neruda. Su larga y parsimoniosa vida la dedicó a cultivar “la soñadora materia”. Por algo lo alabó Sartre, que no entendía muy bien la poesía y sin duda estuvo más a gusto con él que con Baudelaire. Asociable quizás a Valéry, Ponge interesó a Blanchot, Camus y Sollers. “Esponja” (E-ponge) se burló Derridá. Lo tradujo Borges.
Amasó durante 20 años su asedio poético al jabón, iniciado en 1942. En 1967 publica El jabón (en castellano, Pre-Textos, 1977). Como en toda su obra, hay ahí una modestia conmovedora, una agradable discreción en la zona parda entre poema y prosa llana. Uno de sus mejores textos lo dedicó al vaso de agua (¿habrá leído a Gorostiza?), “Le verre d’eau”, poema incluido en un volumen excepcional de ensayos: Methódes (Gallimard, 1961).
Fue comunista hasta que el estalinismo reveló su verdadero rostro. Esa sensibilidad materialista hace directa y democrática su digresión sobre el jabón. Enaltece al agua en abundancia, al acto de frotarse las manos (al grado de mostrar aprecio por Poncio Pilatos, que no suele ser héroe de nadie). “No hay nada en la naturaleza comparable al jabón. Ninguna piedra es más modesta y más magnífica”, escribe en 1943, cuando es refugiado de guerra y lleva una existencia precaria. Con los nazis encima, “estábamos cruelmente, inconcebiblemente, absurdamente privados del jabón (como estábamos al mismo tiempo de varias cosas esenciales: pan, carbón, patatas)”, recuerda en 1946 al recapitular “en busca del Jabón Perdido”.
Admira el comportamiento físico del jabón: “Tiende a permanecer homogéneo y sólo entero –en un solo bloque– simplemente se contracta, se contrae, atrae sus partes hacia el centro”. Medita sobre su disolución si queda sumergido en el agua y se entrega a la “confusión”. Celebra las burbujas, cuando “el agua hace espuma al menor gesto, quiere unirse con el aire, trepa al asalto del cielo” y que cumpla su deber “sin grandes aspavientos, vagidos ni fatuidad”. Añade la magia frágil de las pompas.
Ponge explora desde luego el nombre; del griego pasó al latín como sapo, al francés sapón, al inglés soap. Plinio atribuye su creación a los galos: “Galliarum hoc inventum”, cita. Y todo para culminar en ese acto humano de pasiva sensualidad y recomienzo, vivaz como el aplauso: frotarse las manos, deslizarlas entre sí, abrazarse uno mismo como el seco Pilatos de David Bowie en La última tentación de Cristo (Scorsesse, 1988). Estos días el jabón sirve como barricada contra el mal que nos acecha, al fin vehículo de la proximidad carnal según los versos diidxazá de Francisco de la Cruz en Tí xabú: “Mientras el agua recorre tu cuerpo / yo deslizo el jabón /suave / por tu piel, cabellos… / sin prisa y en silencio”.