Durante la pandemia he adquirido la costumbre de leer los obituarios, entre otras cosas, para asegurarme de que aún no estoy en el registro de las ausencias. Reconozco que me interesan más las esquelas porque aportan datos que me permiten vislumbrar una historia de vida.
Las posibilidades resultan fascinantes, aun cuando el punto de partida sea una de esas notificaciones pequeñísimas que aparecen al final de la página, bajo el emblema de alguna institución educativa o las siglas de una empresa que, en centímetros, manifiesta su enorme agradecimiento por los muchos años de servicio que le brindó el trabajador recién fallecido.
II
Como ávida lectora de esquelas, estoy sorprendida de que haya tantas personas con el mismo nombre y a veces hasta con apellidos idénticos. En diciembre descubrí dos esquelas en memoria de Rodrigo Moreno Pons. Así se llamaba quien fue mi peluquero durante años y una persona muy apreciada por mí. En ambas ocasiones, con el auxilio de mi agenda, expresé mis condolencias a sus familiares.
La segunda vez que lo hice, mis manifestaciones solidarias causaron la furia de mi interlocutora: “¡Imbécil! Tenga cuidado, fíjese a quién llama y lo que dice. Acaba de meterme un susto tremendo al informarme que Rodo murió. No es cierto: lo vi el miércoles.” A partir de esa experiencia me propuse actuar con más calma la siguiente ocasión que encontrara un nombre conocido enmarcado en circunstancias de duelo.
III
Ayer encontré en el periódico una esquela que informaba la muerte del Ingeniero Narciso Santoyo Ramírez. Por poco me desmayo. La noticia fue un golpe espantoso, aunque –según mis experiencias anteriores– podía tratarse de un homónimo. Las esperanzas de que no se tratara de mi Narciso de-saparecieron cuando vi, bajo su nombre y entrecomillado, el apodo que Sergio Nava le puso cuando íbamos en primero de secundaria: El Tofico.
En el comunicado de media plana expresaban sus condolencias el personal de una empresa dedicada a la fabricación de toallas y una familia bastante numerosa (seis hijos y sus esposas, dos sobrinos, cuatro nietos), encabezada por “su amante esposa: Celeste Donají”. Imposible olvidar ese nombre. Ella formaba parte de nuestro grupo teatral – Los Petreles–, pero era poco activa. Solitaria, delgadita, tímida, sabíamos de ella nada más que su padre era médico homeópata y que los sábados cantaba en el coro de una iglesia en la Álamos. Me pregunté si ya como esposa, madre y abuela seguiría entonando alabados.
Aunque nunca fuimos íntimas, me sentí en el deber de darle el pésame. Imposible: no sabía dónde ni cómo establecer contacto con ella. Ante esa limitación, sólo me quedaba la alternativa de vislumbrar otra historia de vida a partir de los datos en la esquela, empezando por una imaginaria conversación con Celeste Donají. Si no me recordaba refrescaría su memoria diciéndole que las dos íbamos en el 2o. “C” cuando Narciso, a la salida de clases, empezó a acompañarme hasta la parada del camión y a cargar mis útiles. A eso se debía que muchos pensaran que éramos novios: el rumor me halagaba y, sin decírselo a nadie, alimentaba las esperanzas de que se volviera realidad.
Después de expresarle mis condolencias y de escucharla contarme las circunstancias en que había fallecido su esposo, podría preguntarle a la recién viuda algo que me intrigó y me hizo sentir traicionada desde que la vi como principal firmante de la esquela: ¿en qué momento habían empezado su relación y cuándo contrajeron matrimonio? La pregunta entrañaba un reproche: no se me invitó a la boda, ni siquiera porque fui la íntima amiga de El Tofico. No me referiría a Narciso por su apodo: creo que no debemos permitirnos esas confianzas con los difuntos.
IV
Con el periódico sobre la mesa, estuve pensando en Narciso, en lo importante que había sido su influencia para mí. Llevaba más de la mitad de mi vida sin saber nada de él y de pronto en su esquela había encontrado datos que me permitieron imaginar toda su historia, indudablemente de éxito: sólo así uno puede recibir el adiós definitivo en media plana de un diario, a nombre de una empresa y de su personal.
Que yo recuerde, cuando estábamos en la secundaria no imaginamos que Narciso sería un triunfador, pero hablamos mucho de su futuro, de sus sueños. Por lo visto había cumplido al menos uno: ser ingeniero industrial. Eligió esa carrera para seguir los pasos de su padre.
Deduje que la buena situación económica le habría permitido a mi amigo vivir holgadamente, tal vez en un condominio horizontal con estancia, varias habitaciones, un gimnasio pequeño, un estudio independiente con ventanales y un garage para dos automóviles. ¿Qué clase de coche habría tenido Narciso y quién iba a manejarlo a partir de ahora que él ya no estaba?
Pensé que su ausencia se reflejaría de una manera mucho más personal en el estudio, en su escritorio. Supuse que sobre él habrían quedado un bloc de hojas amarillas, unos planos, una taza de café a medio consumir y sus lentes. Celeste Donají los guardaría junto con sus plumas, lápices, tarjetas de crédito y su credencial de elector para, en alguna reunión familiar, mostrárselas a sus nietos: Demetrio, Emmanuel, Arnaldo y Sebastián. Faltó la nietecita, que de seguro habría heredado el nombre de su abuela: Celeste Donají.
Era lógico pensar que, a esas horas, estaría en su casa, rodeada por los miembros de su familia, todos amorosos, dispuestos a ofrecerle compañía mientras supera el dolor de la pérdida. Pero, ¿qué querría Celeste Donají? ¿Qué querría yo si fuera ella? Quizá nada más soledad y silencio para pensar en su vida al lado de Narciso, en ciertas conversaciones. Las imaginé. Sentí algo extraño. Otro golpe. ¿Celos, a mi edad?