México cuenta con 4 millones de empresas, 50 mil de ellas tienen más de 20 trabajadores y sólo 787 (incluyendo a instituciones de educación superior) cuentan con un departamento de investigación y desarrollo (Inegi, 2013). De hecho, hay una lista no muy exacta que muestra que, de 308 centros de investigación en instituciones de educación superior, todos, excepto dos, son públicos.
De hecho, se sabe que 50 por ciento de la investigación del país se realiza en una sola institución, pública y autónoma: la UNAM, la UAM, el IPN, el Colmex, la UPN, los centros Conacyt y ciertas universidades de los estados constituyen el núcleo fundamental de investigación de la nación. Esta concentración ha propiciado una doble distorsión: que el sector privado –que podría estar creando laboratorios y contratando cientos de jóvenes científicos(as) hoy desempleados, prefiere ahorrarse la instalación de laboratorios y salarios de investigadores y, en una especie de outsourcing científico, opta por el bajo costo (incluso gratuidad) de los servicios de investigadores y laboratorios universitarios. Y, como consecuencia, en las públicas cobra vigor la tendencia a considerar que cualquier tipo de investigación cumple con el mandato que tienen de inquirir “acerca de las condiciones y problemas nacionales” y “extender ampliamente los beneficios de la cultura” (Ley Orgánica). Un ejemplo: una empresa le pide a una importante universidad pública que diseñe y fabrique una máquina capaz de producir por hora 3 mil 600 pastillas desodorantes para sanitarios. Y para cumplir tal solicitud, se ocupan laboratorios y cinco investigadores del más alto nivel que diseñan y construyen una máquina, un secreto industrial que luego sólo esa empresa aprovecha. ¿Se ayuda a resolver un problema nacional? ¿hay extensión amplia de los beneficios? ¿se respeta la vocación social de la universidad? (Ver Open Access proceedings Journal of Physics: Conference series ( iop.org). Esta distorsión de fondo se acentuó con el impulso neoliberal a la investigación científica y desarrollo tecnológico de calidad (y ahora, además, “innovación”). Así, en el Sistema Nacional de Investigadores se habla también del desarrollo teórico o tecnológico “con potencial para resolver problemas de la sociedad” (reglamento, artículo 2, DOF, 2020). Y en la propuesta de Ley General de Ciencia, Tecnología e Innovación, los “problemas nacionales” siguen apareciendo casi igual como invitación y garantía de que habrá completa apertura a las fuerzas del mercado en la investigación, incluyendo, sobre todo, la pública y autónoma.
El que las autoridades universitarias acepten y hasta estimulen el papel de institución subsidiadora del empresario, no sólo desvía recursos que deberían ir en dirección al beneficio social amplio, sino que no alienta el crecimiento de la participación del sector privado en ciencia y tecnología. Y, en parte, por eso no se ha creado una base de investigación suficiente para el país. La economía 15 del mundo, México, tiene sólo 315 investigadores por cada millón de habitantes y Grecia, la 47, tiene 3 mil 500 (Banco Mundial). En el caso de la ciencia y la tecnología los impuestos de todos construyen, pero sólo unos cuantos cobran la renta.
Los autores de la propuesta de ley parecen estar conscientes de esta problemática, y hasta se afina un poco más el propósito de la investigación y habla directamente de la contribución al “bienestar del pueblo de México” (artículo 98), pero la solución de fondo que plantean no sólo no rompe el esquema subsidiador, lo fortalece. Para alentar que los privados desarrollen ciencia y tecnología se les otorgarán “estímulos fiscales, exenciones y otros instrumentos similares” (artículo 102) y se compromete a gobiernos a “proveer los recursos y estímulos suficientes para la investigación humanista y científica, el desarrollo y la innovación” (artículo 96). De los privados, nada se dice.
Y respecto de la frase, “los problemas nacionales”, se precisa: investigar sólo las “problemáticas nacionales relacionadas con la Agenda de Estado.” Y en efecto, se propone (artículo 30) que un Consejo de Estado –integrado por el Presidente y secretarios de Estado– sea la “máxima autoridad del país en materia de humanidades, ciencia, tecnología e innovación” y elabore una agenda de investigación, desarrollo e innovación. Pero además en otro espacio se involucra a toda una avalancha de funcionarios con autoridad: desde los nacionales hasta los municipales. Desafortunado, porque esto convocará a un frente unificado de oposición al autoritarismo implícito. Y para nada considera la opción más sana de conducción: instancias de participación informadas, que en todos los niveles (universitarios, municipales y estatales) vigilen y validen el desarrollo de la investigación en México. No sólo funcionarios, rectores o alcaldes.
* UAM-Xochimilco