Siglo XXI nació como un grito de independencia frente al aniquilador despotismo del gobierno mexicano. Un grito que por primera y única vez sucedía en la historia editorial: los autores se organizaban para financiar a su editor y constituir una editorial autónoma, al margen del poder político estatal. Para Orfila significó obtener una libertad decisiva para asumir su compromiso. Vivió en el tiempo preciso de lo que echó a andar, un hombre anclado en el futuro de los pueblos, de los jóvenes, del cambio. Descubrió las palabras que abren camino, desechando lo que cierra, oscurece y empaña la condición humana. Así lanzó al viento a una legión de jóvenes; sí, por qué no decirlo, aun en este ennegrecido nuevo siglo, una legión de jóvenes soñadores que, muchos, aún creemos que el mundo no es del mercado y la vileza.
En el aeropuerto de Filosofía le dábamos la vuelta al día con 80 mundos y desmenuzábamos los aparatos del Estado. En los largos pasillos de Economía, se confrontaban desarrollistas cepalinos con los dependentistas Mauro Marini, Vania Bambirra o Sergio de la Peña, para desentrañar cuál era ese náufrago viaje del desarrollo latinoamericano. En los auditorios de nombres heroicos, los espacios se poblaban de citas y encendidos debates, aparecían Poulantzas, Gramsci, Lefebvre, Gunder Frank, Fromm, Levi-Strauss, Lacan, Foucault. En los morrales aparecían El dilema de América Latina, de Darcy Ribeiro, junto con Zapata y la Revolución Mexicana, de Womack, Las venas abiertas de América Latina, de Galeano, y Los conceptos elementales del materialismo histórico, de Marta Harnecker, convertidos en ineludibles. Soñamos con una educación transformadora como Freire, novelábamos con nuestra narrativa joven y subimos al ómnibus de poesía; devoramos la Zona sagrada, José Trigo, Hombres de a caballo, los Benedettis, Cortázar, por supuesto.
Su sólida pasión fue Cuba, la revolución “hereje”, siempre a contracorriente, heroica y auténtica, decía, sabedor preciso del enorme esfuerzo que implica, más allá de los sueños, organizar cotidianamente la voluntad colectiva en torno a un proyecto audaz y desafiante en el traspatio imperial, defendió siempre a Cuba. Lo vi llorar de alegría cuando nos leyó, a Laurette y a mí, el poco conocido poema de su gran amigo Cortázar, “A la hora de los chacales”, donde defendía a su Casa, la Casa de las Américas, frente al ataque de otros intelectuales. Hasta el último día de su vida me preguntó: ¿cómo está Cuba?, contáme ¿qué pasa?
Este compromiso no transcurrió al margen de los sótanos policiacos, hace unos años supe que Arnaldo tenía un expediente con sus viajes a Cuba y al Chile de la Unidad Popular registrados, algunos títulos publicados y sorpresivamente también estaban copias de mis cartas desde Chile. Estuvimos juntos un día antes de su partida y una semana antes del golpe militar, viendo pasar una caudalosa manifestación, el MIR pedía armas para el pueblo, se estremeció y repitió su angustia, acababa de estar con Salvador Allende, compañero de muchos años que le había dicho: “a mí sólo me sacan de La Moneda con los pies por delante”. Después de un mes en el incierto refugio de la embajada argentina, con los Bagú, su voz nos llegó: “por fin los encuentro, ¡están vivos!”. Arnaldo, con 83 años, y Laurette, con 70, viajaron clandestinos a la convulsa Guatemala para encontrarse con Rodrigo Asturias, fundador de ORPA, en una acción solidaria que siempre mantuvieron.
El Siglo XXI de hoy día sobrevivió gracias al enorme prestigio de una trayectoria germinal. Yo fui secretaria de Orfila, la más joven e inexperta que seguramente tuvo entre 1969 y 1971; todas las semanas llegaban decenas de propuestas de reconocidas editoriales y autores, la selección era difícil, el caudal de ideas nuevas inobjetable. Nos repartíamos el trabajo como en familia, en la icónica casa de Elena Poniatowska: Martí Soler en el Técnico, Conchita Zea, María Dolores de la Peña y Rodrigo Asturias en gerencia, organización y venta. Un esfuerzo tenaz por realizar libros impecables, pero nunca como objeto de lujo, no como mercancía, sino como un bien social necesario.
Después de 25 años de incansable trabajo en Siglo XXI, Arnaldo se retiró con una pensión de 3 mil pesos del IMSS y con las regalías de los libros de Laurette vivieron modestamente hasta su muerte. Al morir dejaron una carta-testamento donde escribieron que no sentían la necesidad de notariar el acto porque no tenían propiedad alguna, es una carta cariñosa concebida como un acto entre amigos, dirigida a María Dolores de la Peña y con una copia firmada para mí pues ella tenía cáncer terminal. Sus bienes más valiosos eran algunos cuadros y libros. Los de Leonora Carrington se quedaron con Jeanine Kibalchich, hija de Laurette; el Víctor Brauner que yo contemplaba de niña me lo dieron, los de Karskaya para Marguerite Bonnet, a través de Palmira Volkov. Un Chávez Morado desapareció una noche. Los muebles y la cocina para Teresa, su empleada doméstica. Todo en la casa son objetos de personas muy queridas, momentos recordados, desearon que la casa se abriera a los amigos cercanos para escoger un recuerdo (Sergio y Clari Bagú, Estela y Alonso Aguilar, Irina y Josefina Coll, Atlántida Hurtado, Francoise Bagot, Mercedes de la Peña, Olga Harmony, Rosa Cendreros, Palmira Vólkov, Lilia y Alejandro Leal, Hugo y Mabel Galletti, centralmente).
La cuenta de banco tenía 60 mil pesos, éstos debían de repartirse 20 por ciento a Jeanine, María Dolores y su ahijada Alejandra Torres; 10 por ciento a Teresa, Daniela Corghi, Norberto Pérez (gerente de Siglo-Argentina), David Stacoy y a mí. María Dolores y yo renunciamos para que se incrementara la parte de Jeanine. Finalmente, el asunto más significativo: las acciones de Arnaldo y Laurette de Siglo XXI se dejaban divididas en 20 por ciento a Guadalupe Ortiz (gerente), a Alejandro López y Esperanza Rascón, a Rosa Cendreros, a Sergio Bagú, a Hugo y Mabel Galletti. Alejandro y Esperanza se presentaron frente a Jaime Labastida, el director, con la carta-testamento y la única respuesta que obtuvieron fue que ese papel no tenía ninguna validez al no estar notariado. ¿Cuántas acciones eran?, no lo hemos sabido. En esos años se desató una guerra frontal entre Guadalupe Ortiz y Labastida y las acciones cambiaron de manos sin nunca informarse a los accionistas, sin nunca respetarse la voluntad expresa de Orfila. El botín que significó Siglo XXI ahora se puso a la venta: Labastida se retira y cree justo y merecido entregar las acciones que fue acumulando a la empresa Merkcent Consulting and Funding, SA de CV, dedicada a la capacitación de personal, gestión empresarial, jurídica y de finanzas, por un precio de 7 millones de dólares, sin realmente importarle lo que esta empresa pretenda hacer con Siglo XXI. ¡Qué inmenso abismo ético! De una cuenta con 60 mil pesos del creador de la editorial a 7 millones de dólares del envilecido apoderado que, además, dejó perder irresponsablemente el archivo Orfila-Siglo XXI de riqueza histórica, mientras que en el FCE lo conservan a pesar del retiro forzado.
En nuestro periódico hay varios accionistas de Siglo XXI: Elena Poniatowska, Carlos Payán, Gustavo Esteva, Rolando Cordera, Iván Restrepo, si bien no podremos revertir la subasta, podríamos sumar nuestras voces con los otros accionistas: hacer la denuncia y exigir que se garanticen los derechos de los trabajadores, la autonomía de Siglo Argentina y el cambio de razón social como un adiós al fin de la histórica editorial.
* Investigadora de la UPN.Autora de El Inee