El 27 de febrero de 2020 llegó el coronavirus a México, con el primer caso confirmado por laboratorio de un hombre hospitalizado en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER). En ese momento se identificó como una infección respiratoria de la que sólo se sabía, por la experiencia en China –donde surgió la cepa– y Europa, que provocaba una enfermedad grave y letal en adultos mayores. Se pensaba que el resto de las personas podrían tener un padecimiento como fue el de la influenza AH1N1 en 2009, si acaso con un mayor impacto en quienes tuvieran alguna enfermedad crónica. Muy pronto, la realidad dejó atrás todas las previsiones, salvo una: que sería una epidemia larga.
Esta semana, el país rebasó la cifra de 2 millones de casos confirmados del virus SARS-CoV-2, así como más de 183 mil personas que han muerto por las complicaciones graves de la enfermedad.
De acuerdo con la encuesta realizada por el Instituto Nacional de Salud Pública, 31.5 millones de mexicanos (25 por ciento de la población) han estado expuestos al coronavirus pero sólo 20 por ciento ha tenido síntomas de la enfermedad. El resto no se ha dado cuenta de que han sido portadores del virus.
Investigadores en el mundo y en México se han dado a la tarea de comprender y tratar de explicar cómo es que el mismo virus, que puede pasar desapercibido o causar problemas leves como pérdida del olfato y el gusto y malestares gastrointestinales, en unos cuantos minutos se puede transformar en una infección letal.
En el INER se realizan autopsias no invasivas para obtener muestras de los órganos y tejidos afectados por el coronavirus. Uno de los primeros hallazgos fueron los coágulos en los pulmones, a causa de los cuales los afectados morían en pocos días.
Los médicos tomaron las medidas para prevenir tal complicación, pero el coronavirus no se queda ahí. Avanza y provoca daños en diferentes órganos, algunos que ni siquiera se identifican durante el curso de la enfermedad. De ahí la complejidad del tratamiento.
En México, se corroboró la vulnerabilidad de los adultos mayores. De quienes han fallecido por el nuevo coronavirus, 63 por ciento tenían 60 años o más. No obstante, a diferencia de lo ocurrido en otros países, aquí la elevada cantidad de enfermos y fallecidos también se explica por la deteriorada salud de la población.
Más de 73 por ciento de los adultos tienen sobrepeso u obesidad; 34 millones hipertensión arterial y sólo una cuarta parte tiene control del padecimiento. También están 12 millones de personas con diabetes y hay un número indeterminado de afectados que lo desconocen. La falta de diagnóstico y de control de estos males, junto con la alta capacidad de transmisión y agresividad del virus SARS-CoV-2, explica otra parte de las largas cadenas de casos y decesos que se han registrado en el país.
Otro aspecto han sido las carencias de médicos especialistas y de infraestructura suficiente para hacer frente a la pandemia. Aunque se hicieron grandes esfuerzos para contratar personal y adquirir equipos, sobre todo ventiladores mecánicos, e impulsar la reconversión hospitalaria, ya se ha documentado que si bien los enfermos han tenido acceso a una cama, no todos han podido recibir la atención médica requerida.
En medio de todo, han estado las polémicas por la actuación del gobierno federal en el manejo de la pandemia. Durante varios meses hubo críticas porque no se realizaban pruebas masivas de detección del coronavirus, así como por no recomendar de manera decidida el uso de cubrebocas para disminuir el riesgo de transmisión, o por no aplicar sanciones para obligar a la población a quedarse en sus casas.