¿Son compatibles los derechos humanos y el mercado de agua? ¿Bajo qué condiciones? ¿Son posibles esas condiciones en México, en la actualidad? Para responder a estas preguntas hay que hablar un poco del contexto. En este momento, en México, la acumulación de problemas y conflictos del agua es muy alta; la tasa de oferta de soluciones efectivas, por otro lado, es bajísima. Hace una década, la Conagua publicó la Agenda 2030 del agua, señalando que el costo de remediar los problemas acumulados (deterioro del suministro de agua potable, falta de saneamiento doméstico, ríos contaminados, flujos de aguas subterráneas destruidos, avenidas no controladas, etcétera) se elevaba a más de 100 mil millones de pesos. Al margen del rigor (o falta de rigor) científico del análisis, esta agenda pronto se convirtió en letra muerta; muy poco se hizo en la década posterior a su publicación y a la fecha todos estos problemas se han agudizado, aumentando los costos de la remediación por lo menos en 20 por ciento.
Los problemas del agua de México atentan contra la dignidad y constituyen violaciones a los derechos humanos, no sólo a los que corresponden al agua y al saneamiento, sino también a que se refieren al ambiente sano, a la salud y a la alimentación. Para promover, respetar, proteger y garantizar estos derechos se debe aumentar dramáticamente la oferta de soluciones a los graves problemas acumulados. ¿Cómo?
El neoliberalismo respondió: activando el mercado del agua. La lógica es sencilla. Cuando es de su interés, los empresarios privados (no el gobierno) son los mejores creadores de soluciones, ergo se argumenta que debemos darles los recursos requeridos para estimular su interés en proveer los bienes y servicios que satisfagan los derechos. ¿Qué recursos necesitan? Para comenzar hay que dotarlos de derechos de uso (en México no hay propiedad privada del agua) y por supuesto de los mercados del agua y de sus bienes y servicios asociados (pues, no lo olvidemos, son empresarios). Hace años un alto funcionario de la Conagua declaró, en una reunión con el presidente del Tribunal Latinoamericano del Agua: “Hay que dejar el problema del agua potable en manos de los expertos”. Se refería a la Coca-Cola y su producción de agua embotellada.
Este camino para balancear problemas y soluciones fracasó estrepitosamente. El problema es que los empresarios –como ellos mismos insisten, cuando se “les acorrala”– no son la madre Teresa de Calcuta; son agentes de intereses privados que en principio no buscan ni eficiencia ni equidad ni bienestar social, sólo ganancias, y si el Estado les permite invertir para acrecentarlas acaparando derechos o corrompiendo el mercado, lo harán. La corrupción del mercado, a su vez, capturará y arrastrará a los funcionarios públicos a pervertir el contenido y soporte institucional de los derechos humanos. La hidrocracia que controla el agua en México es una alianza de sinergias corruptas entre el mercado y el Estado, que a su vez descansa en la posibilidad de corromper el sentido fundamental de esos derechos humanos sin importar el contenido de la ley.
La “solución” neoliberal, aplicada no sólo en el líquido, sino en todos los campos de la producción, ha tenido consecuencias terribles. A partir de ella se desarrollaron en las últimas décadas las Regiones de Emergencia Ambiental (infiernos ambientales) de México. El doctor Andrés Barreda, coordinador del Programa Nacional Estratégico (Pronaces) de Agentes Tóxicos y Procesos Contaminantes del Conacyt, ha definido estas regiones como los territorios donde estos agentes y procesos convergen debido a las dinámicas salvajes de la inversión capitalista. Es decir, son sumideros donde un capital mal regulado por instituciones pervertidas arroja y concentra sus males ambientales.
Más allá de nuestras opiniones o filiaciones éticas sobre la naturaleza del agua y de sus funciones, lo innegable es que si se quiere que la creación de los mercados del agua sea el método para aumentar la oferta de soluciones, y así supuestamente realizar en plenitud los derechos humanos, es necesario (y puede que no suficiente) eliminar toda forma de corrupción en esos mercados, y esto a su vez requiere de un altísimo nivel de vigilancia y de regulación del Estado y la sociedad. ¿Es posible en la actualidad alcanzar ese nivel? La respuesta es por ahora definitivamente no, dado que la capacidad de vigilancia y de regulación del Estado está desmantelada, no sólo de hecho sino de derecho. En México no hay condiciones jurídicas ni institucionales para que opere un mercado del agua que satisfaga mínimamente los principios de transparencia y eficiencia, y la inercia estructural impedirá construirlas en el corto o mediano plazos. Donde quiera que surja un mercado del agua, este se llenará de abusos. La hidrocracia es la responsable de la muerte de esta posibilidad.
La 4T es una nueva alianza entre el Estado y el pueblo de México. Su principal propósito es combatir la corrupción en todas sus formas, de arriba abajo. En consecuencia, debemos combatir la ideología de los voceros del mercado sobre cómo hacer realidad los derechos humanos, pues es corrupta y afecta gravemente a todos, pero primero a los pobres y los vulnerables. La alianza también debe producir una interpretación de esos derechos más efectiva y mucho más justa. Las fallas del sector privado son tan profundas en México que esa alianza debe tomar en sus manos el control, y por un largo rato. Mientras no existan condiciones para un mercado del agua mínimamente apropiado –en las que la nación haya recuperado el equilibrio en la distribución de los derechos al agua y se haya eliminado por completo la colusión público-privada en el sector– el mercado del agua debe prohibirse, y el Estado junto con las comunidades deben organizarse y darse los recursos necesarios para proveer el derecho. Esta es la tarea a emprender de inmediato.
*Investigador del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM