Cuando mi barrio era el único universo conocido, solía matar el tiempo en un par de centros culturales situados a pocas cuadras de casa. El primero era el Instituto de Intercambio Cultural y de Amistad Argentina-URSS, y el otro la Biblioteca Abraham Lincoln, de la embajada de Estados Unidos.
Climatizada en invierno y verano, la Lincoln disponía de una amplia biblioteca con mullidos sillones de cuero, y salones donde se proyectaban películas, documentales, o dictaban conferencias y lecciones de inglés. Pero sofocado o congelado, en el de los “amigos de la URSS” pude ver El acorazado Potemkin, Pasaron las grullas, La balada del soldado y otros clásicos del cine heroico soviético.
Sebastián, compañero de la primaria, también frecuentaba la Lincoln, donde era mimado por una asistente que le acercaba ediciones de Look y Life, entre otras publicaciones gringas de la época. Allí lo sorprendí un día, extasiado con las fotografías del primer satélite artificial de la historia: el Sputnik-1, lanzado por los rusos el 4 de octubre de 1957.
Obligado a desplazarse con muletas a causa de la poliomielitis, Sebastián guardaba inquietudes distintas de las mías. Así, cuando en 1958 arrancó la inmunización masiva escolar, me señaló la fotografía de un personaje de la biblioteca, colgada junto a la del presidente Dwight Eisenhower. “¿Y ese quién es?”, pregunté. Sebastián me puso al corriente: “¿No sabés?... ¡Es el doctor Jonas Salk, el descubridor de la vacuna contra la polio!”
Sebastián devoraba todo lo relativo a la carrera espacial entre rusos y estadunidenses, y sabía de Yuri Gagarin, John Glenn, Valentina Tershkova, Scott Carpenter. Hasta que me hizo conocer la respuesta del doctor Salk acerca de la patente de la vacuna contra la polio: “No hay patente. ¿Se puede patentar el sol?” En efecto, el virólogo se negó a patentar su descubrimiento.
Una filosofía de la ciencia (y de la vida), que coincidía con la de un competidor, el polaco estadunidense Albert Sabin (1906-93), quien superando a la vacuna de Salk (aplicada por vía intramuscular), declinó beneficiarse económicamente de su descubrimiento: la suministrada por vía oral en un simple terrón de azúcar, para felicidad de los niños.
El mes pasado, recogiendo los pasos perdidos, visité el barrio de mi infancia. Para qué… En el instituto de los rusos, una tienda de chinos (“¡Todo por 100 pesos!”). Y en el lugar de la Lincoln, un casino, cerrado ahora por la pandemia. Lo único en pie era el viejo kiosco de periódicos y revistas, donde compré la edición en español de Le Monde Diplomatique.
Tratando de superar esas cosas de la nostalgia, entré a un bar que tampoco permanecía igual al de entonces, y me puse a hojear la publicación que, con sus análisis especializados, cree que todavía hay lectores capaces de concentrarse más de 20 minutos. Y me detuve en el artículo titulado “La olvidada ciencia rusa”, firmado por Fernando Kukso, ameno periodista científico argentino. El artículo sintonizaba con los sentimientos encontrados en mi viaje al pasado y empieza así: “La creación de la Sputnik-V es consecuencia de una historia de desarrollos científicos en Rusia: en 1919, gracias a los esfuerzos de Nikolay Gamaleya (en cuyo honor fue bautizado el centro de investigación que desarrolló la vacuna contra el coronavirus), la Unión Soviética fue el primer país del mundo en erradicar la viruela. Este tipo de avances, sin embargo, han quedado ocultos por los relatos occidentales, que no tienen en cuenta los logros rusos, y ahora se sorprenden ante el anuncio de la creación de la Sputnik-V”.
Kukso escribe que en enero de 1956, mientras la burocracia soviética dificultaba la lucha contra la polio, tres eminentes virólogos fueron autorizados para viajar a Estados Unidos y visitar los laboratorios de Jonas Salk: Anatoly Smorodinstev, Mikhail P. Chumakov y su compañera Marina Voroshilova.
Añade: “Pero había un problema. Las autoridades estadunidenses se mostraban reacias a permitir la realización de ensayos con virus vivos. Sabin, entonces, entregó tres cepas de virus atenuados a los científicos soviéticos para que la estudiaran en Moscú y Leningrado”.
“[…] En Moscú, Chumarov y Voroshilova no tardaron en vacunarse a sí mismos. Pero precisaban probarlas en los principales afectados, es decir, los niños. Entonces, en un acto que hoy sería desaprobado por cualquier comité de ética, le dieron la vacuna a sus tres hijos y varios sobrinos”.
Kukso termina: “El logro documentado de la colaboración Sabin-Chumarov, consiguió superar las diferencias ideológicas. La ‘vacuna comunista’, fue ampliamente reconocida en Estados Unidos, donde su uso fue autorizado en 1962”.
En aquellos años, el alivio mundial de las vacunas contra la polio, la carrera espacial y las tensiones de la llamada guerra fría eran temas recurrentes de publicaciones y sobremesas que, invariablemente, desembocaban en algo que hoy suena a Ripley: la paz y la cooperación entre las grandes potencias. Otra época.