Sofía se entretiene con algunos juguetes en medio de un pequeño salón. Esto la distrae y le hace olvidar por un momento su realidad. Desde hace casi cuatro meses su familia huyó de Honduras, luego de que su padre recibiera amenazas de muerte por no poder pagar el “impuesto de guerra” a las pandillas.
Aunque sus padres tratan de no revelar el motivo por el que dejaron Honduras, a sus siete años la pequeña se ha dado cuenta de lo que sucede. “Iremos a un lugar mejor”, atina a decir.
Extraña todo. Sus amigos, su familia, la escuela. Pero sobre todo a su bisabuela, que era la persona más cercana a Sofía. “Papi, ¿por qué no me regresas con mi abuela”, le dice en todo momento a Julián, su padre, para quien resulta muy duro haber huido con su esposa y sus dos hijos desde Cortés, uno de los departamentos más peligrosos de Honduras.
Por razones de seguridad, se usan los nombres de Julián y Sofía para no revelar las identidades de esta familia. Tampoco desean que se dé a conocer en qué ciudad de México se encuentran. Lo único que el jefe de familia acepta detallar es que están desde hace un mes en un albergue en el sureste mexicano.
Para esta familia, en especial para los hijos, el mayor es un niño de 12 años, la travesía ha sido dura. Han sido más de tres meses de pasar hambre y sed, dormir en parques públicos o junto a la carretera, largas horas de caminatas y, sobre todo, los riesgos de la ruta migrante.
La pequeña Sofía ya siente los estragos del “viaje”, como lo llaman sus padres. “Estoy cansada porque a veces caminamos mucho… Lo más bonito es que estoy con mis papis”.
Desde hace unas semanas, Julián comenzó el proceso para solicitar asilo en México y confía en que las cosas se resuelvan pronto debido a que los ahorros ganados en su microempresa de soldadura ya se esfumaron y ahora han podido sobrevivir gracias al apoyo que reciben en el albergue.
“En cuanto tenga un documento, a trabajar”, dice en entrevista con La Jornada.
Al igual que a Sofía, a Yaír, otro niño migrante, se le ha ido parte de la infancia en el intento de su familia por llegar a Estados Unidos. Con 12 años tiene claro que “llegaré a trabajar para sacar adelante a mi mamá”.
Las Maras ya tenían en la mira al pequeño, lo querían reclutar, asegura su madre.
Yaír, su madre, una tía y la bebé de ésta se encuentran en algún punto de la frontera norte de México. Esperanzados de que pronto sean citados por las autoridades de Estados Unidos, donde solicitaron refugio. Son parte de los procesos pendientes de los Protocolos de Protección a Migrantes (MPP, por sus siglas en inglés), programa también conocido como Quédate en México.
Hasta la semana pasada, no tenían claridad de los pasos a seguir. Sólo sabían que el gobierno de Joe Biden abriría la revisión de los procesos.
Yaír sueña con llegar a Estados Unidos y poder emplearse donde sea para apoyar a su madre. Sabe que su infancia quedó atrás desde el momento en que debido a la violencia en su país tuvo que dejar de jugar en las calles, salir con sus amigos y hasta de ir a la escuela. “Espero ser feliz algún día”, dice el preadolescente en llamada telefónica.