En el ambiente político de EU flota la idea de que el partido republicano quiere romper con Trump y dejar atrás los cuatro años en que hizo lo posible por desfigurarlo. Sin embargo, los hechos parecen apuntar en otro sentido. Al menos es lo que se advirtió por las reacciones de muchos de sus militantes y decenas de legisladores. Más bien pareciera que no todos en ese partido tienen la misma idea sobre lo que Trump representa para ese partido.
Para el liderazgo del partido republicano no ha quedado claro que la llegada de un personaje como Trump no es una casualidad. El camino para su arribo fue pavimentado por los propios líderes republicanos que ignoraron las señales de alarma que se venían dando desde hace más de dos décadas sobre la pérdida de rumbo en ese partido. En enero de 1995 Newt Gingrich dio a conocer el “Contrato con América”, cuya propuesta era “un cambio histórico que pondría fin a un gobierno demasiado grande, intrusivo, excesivamente regulador y fácil con el dinero público...” (Contrato con América, 1994, Comité Nacional Republicano). En una combinación de desprecio por las políticas de protección social, las políticas de regulación financiera y las leyes contra los monopolios, el “Contrato” intentaba dar un vuelco a las políticas que habían permitido el crecimiento en el gasto social, una relativa paz social y el desarrollo un poco menos salvaje y desigual del capitalismo. Quienes aplaudieron las desmesuras de Gingrich son ahora, de alguna manera, los que aplaudieron las de Trump. La diferencia es que la grandilocuencia de Gingrich invocó a las tesis más ultraconservadoras mediante un contrato que rescatara su idea de Nación. Trump, el nuevo “mesías”, exigió mediante un nuevo contrato que la nación se le rindiera a él y auspiciara sus negocios e intereses personales.
Años después a Gingrich le siguió el Tea Party y luego el Freedom Caucus, todos en la misma tónica de rechazo a la intervención del Estado, la regulación de las grandes corporaciones y el gasto social. En contraposición auspiciaba una desregulación sin cortapisas, una política fiscal propiciadora de la desigualdad y el crecimiento de la pobreza, enmarcada por una política neoconservadora que dio paso al capitalismo salvaje de los años recientes. El resultado de que el liderazgo más tradicional del partido republicano consintiera esos excesos fue que muy pronto se vio cooptado por una especie que aplaudió los dislates de personajes cuyos sentimientos y actitudes ultranacionalistas y nativistas se propagaron rápidamente en el partido. Por añadidura, propiciaron la salida de sus cavernas de supremacistas blancos, milicianos y neofascistas que muy pronto se incorporaron al coro de “la Grandeza de América”. Ésas fueron algunas de las claves en la llegada de Donald Trump a la presidencia y por extensión al liderazgo del partido republicano.
Poco tiempo después de que Trump llegara a la Casa Blanca, diversas personalidades del partido cayeron en la cuenta de que la ideología conservadora mesurada, en la que negociar con la oposición se consideraba como parte de una política civilizada y no una traición, había naufragado en aras de un pragmatismo cerril, revanchista y sin referentes ideológicos.
La culminación llegó cuando los comités de dirección del partido en varios estados acordaron sancionar, e incluso expulsar, a los congresistas que habían votado en favor de condenar a Trump por su actuación en la asonada del 6 de enero. No está del todo claro si quienes se solidarizaron con el ex presidente lo hicieron por agradecimiento, lealtad o simple conveniencia política. Ése es el verdadero peso que Trump tiene aún en el partido republicano y que, en última instancia, se cristaliza en las urnas.
Es un hecho lamentable que casi la mitad de la población en EU apueste contra una política incluyente, ecuménica y más a tono con las corrientes que en todo el orbe desean una convivencia más civilizada.