No es posible olvidar el 16 de febrero.
Los acuerdos de San Andrés, que se firmaron en esa fecha, tienen ya un lugar bien ganado en la historia. Los artículos que en estos días aparecieron en La Jornada hacen debido honor al acontecimiento. Vale aún la pena subrayar un par de aspectos.
El Foro Nacional Indígena que tuvo lugar en los primeros días de 1996 cambió el carácter de los acuerdos. Dio sustancia al compromiso de los zapatistas de traer a la mesa de negociación las reivindicaciones de los pueblos indios, y no sólo las suyas. Sin asumir una representación que no tenían, lo hicieron brillantemente. Los pueblos estaban ahí.
El foro mismo fue algo único. Se trató de la primera vez en que la mayoría de los pueblos indios de México se reunieron por su propia iniciativa y con agenda propia. Era notable observar cómo se reconocían entre sí, apreciaban sus grandes diferencias y encontraban sus grandes coincidencias. Surgió así el complejo proceso que llevó a la constitución del Congreso Nacional Indígena, cuyo lema operativo refleja a la vez sabiduría e innovación: “Somos asamblea cuando estamos juntos; somos red cuando estamos separados”. A pesar de sus altibajos y de los continuos esfuerzos de sucesivos gobiernos por desmantelarlo o marginarlo, sigue siendo la mejor expresión de los pueblos indios y símbolo de su nueva presencia.
No se han modificado, en lo fundamental, las actitudes racistas, sexistas y coloniales de los gobiernos y la sociedad ante los pueblos indios. Pero hay una nueva afirmación de ellos que trae otro aliento a nuestra configuración social y política y transforma relaciones cotidianas, especialmente con las mujeres.
La presión para cumplir los acuerdos generó múltiples iniciativas de sucesivos gobiernos que los distorsionaban o traicionaban. No los cumplieron.
Una cuestión central, que define realmente el carácter de los acuerdos, apenas se aborda en la discusión, pues no es algo que los gobiernos quieran tomar seriamente en cuenta. El muy infausto y colonial Diego Fernández de Cevallos fue el primero que percibió lo que significaba y puso el grito en el cielo: decía, con razón, que cumplir ese acuerdo modificaba la naturaleza de la sociedad mexicana. Y tenía razón. De eso se trataba y se trata aún.
Plantear que los pueblos indios deben ser sujetos de derecho público implica abandonar la forma política del capitalismo, la del Estado-nación, que se basa en un supuesto pacto entre individuos. Esta figura de esencia patriarcal absorbió y distorsionó todas las formas previas de Estado y de nación para dar forma política al régimen de opresión y control que con ella adquirió forma jurídica. En San Andrés se acordó liquidarla, a partir del nuevo derecho de los pueblos.
Hace 25 años, los pueblos indios pusieron sobre la mesa lo que definió su lema inicial: “Nunca más un México sin nosotros”. Estaban muy conscientes de que las tres primeras transformaciones del país, la Independencia, la Reforma y la Revolución, los habían excluido. La construcción de México no debía seguir siendo lo que hasta entonces había sido.
Sin embargo, tiene razón Yásnaya Aguilar: lo que ahora quieren los pueblos indios es otra cosa. Por una parte, han tomado debida nota de que los estados-nación han sido desmantelados en el mundo entero, pues resultaron un obstáculo para la globalización neoliberal, que los hizo a un lado. No lograron sustituirlos las estructuras macronacionales que se intentaron y llegamos así al desorden actual. Prevalecen formas del estado de excepción, cuando la ley se pone al servicio de la ilegalidad. Al desaparecer todas las formas del estado de derecho cunde el des-orden y el autoritarismo causados por fuerzas trasnacionales. No tiene mayor sentido seguir apelando a esas estructuras en decadencia.
De otro lado, como subraya Yásnaya con su potente voz mixe, los pueblos tienen ya otras prioridades. Sin afán separatista, sin adoptar cualquiera de las teorías o prácticas del mundo dominante en decadencia, están dedicados a reconstruir la realidad social a partir de sus condiciones locales. Al hacerlo, se entrelazan con otros como ellos, sean sujetos comunales de los propios pueblos indios o bien entramados comunitarios urbanos y rurales que en todas partes resisten los horrores que actualmente corren por el mundo. Así se reinventan.
Los pueblos indios, afirmados en tierras y territorios que deben defender cotidianamente de la ofensiva para despojarlos de cuanto tienen, adoptan otros horizontes políticos, más allá del patriarcado, del capitalismo, de las múltiples formas del colonialismo y del Estado-nación supuestamente democrático.
Los acuerdos, hace 25 años, abrieron un camino por el que los pueblos indios no han dejado de transitar. Saben bien que está erizado de obstáculos. Que los gobiernos no los cumplirán. Los cumplen ellos, con coraje y lucidez, bien enraizados en sus lugares y entrelazándose con hermanas y hermanos que encuentran por todas partes.