En El libro de los seres imaginarios, que bien pudo llamarse El libro de los seres inquietantes, Jorge Luis Borges recoge una leyenda registrada por el misionero jesuita Zallinger en el siglo XVIII para ilustrar “las ilusiones y errores del vulgo de Cantón”. Allí aparecía el Pez, una criatura rara vez vista, que vive en el fondo de los espejos. Siglo y medio después, Herbert Allen Giles completó el censo de Zallinger, siendo el Pez sólo parte de un episodio mayor, en los tiempos legendarios del Emperador Amarillo.
Mejor citar que parafrasear a Borges: “En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, incomunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz; se entraba y se salía por los espejos. Una noche, la gente del espejo invadió la tierra. Su fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas, las artes mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron. Este rechazó a los invasores, los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombres”. Borges advierte que un día, sin embargo, superarán ese letargo, “gradualmente no nos imitarán. Romperán las barreras del vidrio o metal y esta vez no serán vencidos”.
En su intensa noveleta El azogue (The Tain, en Looking for Jake, Ballantine Books, NY, 2005), el fantástico narrador inglés China Miéville (Norwich, 1972) deduce lo que pasará después de que estos seres invadan nuestro lado del espejo. Ubica su retorno en un mundo poscontemporáneo, en su escenario favorito, la ciudad de Londres, devastada y casi desierta a consecuencia de la guerra contra la humanidad desatada por los imagos, los seres del azogue (esa fina capa reflejante) que salieron tras la gente para exterminarla. Nos odian por haberlos esclavizado. Estaban hartos, encontraron el modo y escaparon con estrépito, hiriendo con el vidrio roto a sus “originales”, apenas un momento antes de descuartizarlos víctimas de su propia figura especular, y luego dominar el mundo humano, reducido a pequeñas zonas fortificadas o demasiado inmundas, y a una suerte de ejército, remanente de cuando hubo país y gobierno.
Entre escombros, edificios desiertos y el Tubo (Metro) abandonado pululan pandillas letales de humanos en guerra contra su propia especie y contra los imagos, en ocasiones llamados “vampiros”, seres casi informes con ojos y dedos vagamente humanos. En diferentes formas, horrendas todas, sus hordas son dueñas del mundo.
A este Londres llega Sholl, un tipo solitario, armado y dispuesto a todo, con inexplicables determinación y falta de miedo, para ofrecer una solución a los sobrevivientes, que para colmo se entrematan. Antihéroe o superhéroe menor, Sholl comprueba que los monstruos no lo tocan. Lo eluden aunque lo rodeen, expectantes, cada que da con ellos. No sabe por qué es inmune, pero el hecho le permite suponer que tiene una misión. Los identifica de inmediato al internarse en la ciudad: “animales depredadores”, no tontos, que han sido bautizados con “pesada ironía” como Doves (palomas). Es un Londres posterior al deconcierto de Las memorias de una sobreviviente (1974), de Doris Lessing (https://www.jornada.com.mx/2020/ 08/17/opinion/a07a1cul), ya no digamos al de El último hombre (1826), de Mary Shelley (https://www.jornada.com.mx/2021/ 02/08/opinion/a08a1cul).
En El azogue, la epidemia somos nosotros. Los reflejos que provocamos y encerramos en la fina lámina reflejante nos han acechado durante siglos. Al abandonar los espejos (también la plata, la obsidiana y los charcos), nuestros reflejos están para destruirnos. Antes de reventar el vidrio, algunos ya iban y venían a través del espejo. Pioneros de la conquista brutal, se le llamó “vampiros” porque no se reflejaban. Ya luego se descolgaron las criaturas peores.
Al relato en tercera persona de las andanzas de Sholl se contrapone la voz de un “vampiro” en fuga, de regreso al país, ahora despoblado, de los reflejos, harto de la carnicería. Además se trata del único invasor que se atrevió a tocar a Sholl, quien venía preparado y lo redujo con golpes y disparos incapaces de matarlo, en un túnel profundo del Metro. La multitud patética de monstruos que presencia el combate no interviene, no puede tocar a ese hombre.
El “ejército” en resistencia intuye que Sholl tiene una misión, y sus elementos deciden seguirlo, no saben por qué. Primero liquidan a los bandidos humanos del camino (y les duele hacerlo) y acaban sucumbiendo inútilmente en el punto neurálgico de los invasores: el Museo Británico, donde los imagos viven “en corredores, hechos de tiempo”. Su líder, el Pez del Espejo, habita entre los restos de las civilizaciones desaparecidas: Egipto, Grecia, África, las praderas de América. Sólo Sholl penetra al museo. Lleva al Pez una propuesta, terrible, pero que podría detener el exterminio de la última civilización humana.