En el Programa Universitario de Estudios del Desarrollo nos abocamos a explorar panoramas y escenarios del desempeño y evolución de la economía política del país. En el centro de nuestras indagaciones está la cuestión social contemporánea, cuya documentación y examen ha sido objeto privilegiado de nuestra reflexión por lo menos a partir de fines del siglo XX. Asimismo, tratamos de pasar revista, así sea mínima, al estado del globo y su mundialización en busca de interconexiones e interdependencias, así como de plataformas de comparación entre historias y estructuras. Contamos, así, con un observatorio generoso desde el cual lanzarse a planos más ambiciosos de la reflexión y la investigación social. Tal es, pienso, el enfoque más promisorio para dar cuenta de nuestros estudios del desarrollo.
En estos días nos pusimos enfrente de nuestra realidad económica y sus perspectivas, a partir de unos atisbos, cuidadosamente documentados e inspirados por Enrique Provencio, de la evolución de la economía y sus implicaciones sobre los decisivos renglones del empleo, el subempleo y el desempleo (la brecha laboral o la “subutilización de los trabajadores”), los salarios y la distribución del fruto del esfuerzo involucrado en la producción, etcétera. En estos ejercicios, no faltan estimaciones de los niveles, dimensiones y composiciones de la pobreza, documentada por algunos de nuestros colegas y el Coneval.
En esas estamos, en pos de alguna respuesta, digamos que racional, a la cuestión fatídica cuando se trata de opciones y realidades de política económica: ¿Por qué, si todo ha cambiado para mal en estos terríficos 12 meses, el gobierno se ha obstinado en mantener incólume la orientación y contenido de su política económica y social? ¿Qué impide a nuestros gobernantes advertir la desolación productiva y laboral? ¿Cómo poner la seguridad humana en el centro del esfuerzo nacional, de la sociedad y del Estado, sin descuidar los frágiles equilibrios de nuestra economía?
La voluntad presidencial se ha impuesto. Sus convicciones, tal como las transmite en sus mañaneras y en continuas intervenciones políticas y doctrinarias, se han vuelto tablas de la ley y la teoría. Tal es, al menos, el diagnóstico inmediato, impresionista sin duda, que busca encontrar respuesta eficaz a las preguntas hechas.
Todo el andamiaje construido desde que iniciara la reforma electoral del presidente López Portillo parece en peligro de venirse abajo. La voluntad, tan bien alimentada por el voluntarismo del líder, puede así confundirse con la del Estado nacional: para eso están las correas de transmisión de dicha voluntad convertidas en instituciones a la orden del jefe. Presupuestos e impuestos; cogobierno en la política monetaria; activismo en política exterior… y, habría que agregar, la agencia investigadora de la finanza y la propia Fiscalía se dan cita en una diaria mutación del ejercicio del poder constituido, en la frontera con el poder a secas, el que se genera y reproduce desde la riqueza y las capacidades privadas para movilizar los excedentes económicos y las propias emulsiones sociales.
Estas últimas, expulsadas de sus estructuras y comunidades, frente a esta dinámica del poder son visiones y eventualmente reclamos, nunca articulados por un proyecto y una organización política. De ahí la impresión, compartida por muchos, de que López Obrador “va solo” y puede incurrir en la tentación releccionista.
En el siglo XX la idea de la democracia acompañó aspiraciones de muchos; incluso en los lustros de gloria del régimen revolucionario, el reclamo ciudadano estuvo presente, dispuesto a tornarse un reclamo democrático en discurso y visiones variopintas.
El guardián del legado democrático fundador pudo haber sido el PAN originario, pero en la propia estructura de masas acuerpada en los partidos revolucionarios se cuidó y cultivó ese discurso con todo y sus reclamos posibles y potenciales. Sólo había que esperar, rezaba la conseja de los viejos.
Esta herencia ya reclama renovar sus muros de carga. Para empezar, poner en el centro la combinatoria que tanto cuidaron Cárdenas y sus compañeros, de democracia con justicia social, cuya reedición lleva a una reforma del Estado para que se vuelva social y de derechos; que contemple una reforma hacendaria redistributiva en toda forma, encaminada a que el Estado cuente con los recursos necesarios para cumplir con los elementales compromisos justicieros con la salud y la educación.
Desde dentro del edificio postrado se asoman necesidades urgentes relacionadas con la (re)construcción de infraestructuras y agencias públicas de fomento, “bancos de política”, como propone Francisco Suárez Dávila, y organismos de Estado abocados a una deliberación dirigida a forjar un nuevo archipiélago de voluntades articuladas por una mayor, desarrollista y capaz de articular esfuerzos y usos de recursos auténticamente nacionales.
La acumulación y el agravamiento de necesidades sentidas y no satisfechas puede convertirse en avalancha sin cauce, estampida sin rumbo. De cómo recomponer esa fractura social es de lo que tendrían que hablar los políticos, los intelectuales, los periodistas: de eso se va a tratar la política y el acoso a la democracia con que contamos.
Es la hora de una política para la redefinición del interés general y el bien común. Si se logra imponerle esta impronta, la política del grito y la ocurrencia, el estigma y la mala fantasía puede trocarse en auténticamente popular y por ello democrática.