Arnaldo Orfila nació en 1897 en su querida ciudad de La Plata, en la turbulenta Argentina del dictador Julio Roca. Vivió apasionadamente el siglo XX siguiendo los caminos latinoamericanos y fundó la editorial para el siglo XXI, torrente de pensamiento crítico y emancipador. Hace 100 años exactamente vino a México al Primer Congreso Internacional de Estudiantes junto con otros cuatro jóvenes argentinos en representación de las universidades protagonistas del Movimiento de la Reforma Universitaria; “estamos viviendo una hora americana”, dijeron. En ese 1921 concibieron una nueva universidad vinculada a los vientos revolucionarios y libertarios, que bien haríamos en revisitar en estos tiempos mercantilizados.
Contraria a la impresión de un hombre serio, muy exigente y estricto, que de “Don Arnaldo” o del “Doctor Orfila” ha pervivido, es la que muchos otros guardamos en la memoria: un gran conversador, entusiasta, irónico, cautivador y narrador de anécdotas. Mariana Frenk, traductora de Paul Westheim, contaba con frescura que en su primera entrevista con Orfila en el FCE tuvo un “miedo visceral al temible editor”, que luego se transformó en una cálida amistad. Una historia que le encantaba contar en familia era la del duelo, su duelo con un ofendido contrincante político que al calor de los debates universitarios en La Plata durante la huelga no encontró otra forma de desquitarse del triunfo oratorio que Arnaldo le infligió más que dándole una bofetada y retándolo a un duelo. Su querido maestro, el socialista Alejandro Palacios, entusiasmado le dio lecciones de esgrima con el florete y Arnaldo se sintió algo decepcionado cuando su contrincante se arrepintió.
En su estancia juvenil en México se hizo gran amigo de Julio Torri, coincidieron plenamente en ese humor irónico algo irreverente. Recordaba también sus peripecias por la Europa que recorrieron portando el encargo de Vasconcelos de conformar la Primera Internacional Estudiantil, con orgullo decía que le había llevado una carta a Malatesta que estaba escondido en un pequeño cuartito, porque su vocación social había aparecido muy tempranamente, cuando su padre lo llevó al teatro Colón, justo un día que pusieron una bomba y preocupado por el impacto que podría causarle trató de consolarlo, pero Arnaldo le dijo que él estaba totalmente de acuerdo porque había demasiados pobres. La proyección de Orfila como un gran editor, en el FCE y en Siglo XXI, es bastante conocida, su inigualable capacidad para convocar lo mejor y más incisivo del pensamiento le acarreó incluso el indecente despido del gobierno diazordacista.
Escribo aquí en un tono menos solemne y más apasionado, marcado por la memoria íntima que me permite haber tenido una cercanía con Arnaldo y Laurette, cuando desde niña, en su casa, arriba del FCE, llena de libros, artesanías y tepalcates, yo evadía el aburrimiento de las conversaciones políticas, deslizándome por la magia de los cuadros de Leonora Carrington o de Víctor Brauner.
Orfila tenía casi 70 años cuando abrió Siglo XXI, sin embargo siempre sentí que era uno de nosotros, que sabía bien qué queríamos y necesitábamos leer. Nos daba herramientas, construíamos pensamiento, reconocíamos realidades, proponíamos luchas y principios. Derramaba una visión del mundo, nos abría la compleja y diversa puerta del pensamiento crítico. El tiempo de la lucha estudiantil y militante de los sesentayocheros y setenteros se llenó de los textos imprescindibles que nos presentaba, devorábamos lecturas y a veces sólo por los debates nos hacíamos con los filos de las ideas más retadoras. Las resistencias, desaparecidos, dictaduras y luchas heroicas cobraron significado. Arnaldo lloró por muchos amigos asesinados o desaparecidos en toda nuestra América, especialmente por los de La Plata.
Recuerdo el impacto que nos produjeron los libros vibrantes de la colección que nombró El hombre y sus obras. La voz de Mandela marcaba el difícil camino a la libertad; hablaba el alma encadenada en otra mazmorra de Cleaver, Angela Davis y los Panteras Negras; desde el frondoso verde de las selvas aparecía el padre Camilo Torres; nos revelaba su estrategia Nguyen Giap en Vietnam; declamaba poemas Amílcar Cabral; desciframos las luchas de El Salvador, Guatemala y Nicaragua; en aquel precursor 1967 agotamos el Diario del Che en Bolivia. El Che, su amigo, que al embarcar al sueño cubano le había hecho una apuesta pronosticando que “de triunfar el gobierno de Frondizi hará una gran transformación”, Arnaldo contestó con marcado acento: “pero no, si es un fayuto…” Cuando se rencontraron, el Che, convertido en banquero revolucionario, admitió su derrota, al tiempo que le dedicaba su primer libro, La guerra de guerrillas: “A un gran amigo y ‘difundidor’ de la cultura, de un amigo y ‘difusor’ de la guerrilla”. Para el Che, el papel de difundidores y difusores correspondía a su mutua pasión de transformadores sociales: la martiana batalla de las ideas como objetivo principal. La mayor pasión de Arnaldo fue vislumbrar el nuevo mundo con la revolución cubana.
Arnaldo sentía que la fuerza viva e incisiva de la América nuestra tenía que llegar a todos. Reconoció a los grandes pensadores y a los hacedores de historia, no era sólo una “intuición de editor” lo que lo guiaba, era una profunda convicción de vida que le permitía distinguir lo vital y necesario, en cualquiera de los campos: la antropología, el marxismo, la literatura, la sociología y la política, la economía y la sicología. Al regresar de un viaje a Europa relató que cenando con Debray, éste dijo que estaba profundamente decepcionado de Latinoamérica; Arnaldo contestó: “pues mire usted qué casualidad, nosotros estamos profundamente decepcionados de Europa”.
En el recuerdo queda mucho más por contar.
* Investigadora de la UPN.