El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, firmó ayer una declaración de zona de emergencia para Texas, donde una buena parte de los habitantes vivieron una situación desesperada durante una semana a consecuencia del colapso del sistema eléctrico de ese estado.
Como se sabe, las excepcionales heladas y el descenso de la temperatura en varias entidades del sureste estadunidense provocaron el congelamiento de gasoductos que nutren de combustible a las termoeléctricas que operan con gas natural, también llamadas de ciclo combinado, además de que causaron fallas menores en plantas eólicas y fotovoltaicas. Por añadidura, la congelación de tuberías de agua impidió el funcionamiento de las generadoras de gas y las termoeléctricas convencionales –accionadas con carbón y combustóleo– e incluso obligó a detener o reducir drásticamente la producción de varias refinerías.
Todo ello se tradujo en millones de personas privadas, al mismo tiempo, de energía eléctrica y agua potable, así como en una notoria escasez de alimentos y un incremento disparatado de los precios de la electricidad doméstica y el gas.
Si bien lo más dramático de la situación empieza a ser superado, el episodio es muestra contundente de un pésimo diseño de la generación, distribución, comercialización y aprovechamiento de la energía en el estado que más la produce. Por principio de cuentas, el sistema eléctrico texano se encuentra desconectado del resto de las redes estadunidenses, lo que ha impedido que entidades vecinas acudan en su auxilio canalizando cargas al territorio de Texas.
Por otra parte, la industria eléctrica allí está totalmente controlada por un mercado de generadores privados en libre competencia, y ha sido desregulada a tal grado que no se exige a los productores que instalen en sus plantas sistemas de respaldo o almacenamiento y ni siquiera medidas para prevenir los efectos de las bajas temperaturas, una desregulación que impera de igual manera para los generadores que operan con combustibles fósiles que para aquellos que emplean tecnologías de energía renovable.
En esta ocasión, la parte más vulnerable del sistema resultó ser la dependencia de centrales de ciclo combinado, las cuales aportan más de la mitad de la electricidad que se consume en Texas. En décadas pasadas, la tecnología correspondiente fue presentada como “limpia”, por contaminar menos que las generadoras tradicionales a base de combustóleo o carbón, por más que siguen dependiendo de un combustible fósil.
Lo peor del caso es que en México los gobiernos del régimen anterior descuidaron la generación hidroeléctrica y geotérmica del país, y apostaron por esa clase de centrales que hoy son operadas en el territorio nacional tanto por la Comisión Federal de Electricidad como por productores privados, lo que colocó a nuestro país en una indeseable situación de dependencia energética de Texas, que es de donde procede la mayor parte del gas natural empleado.
A la luz de lo ocurrido en el vecino territorio estadunidense, es evidente la necesidad de superar el modelo de ciclo combinado, remontar el avance de la privatización del sector energético alentado en sexenios pasados, recuperar la plena soberanía energética e impulsar desde el Estado una transición a energías limpias que no sea coartada para la instalación de nuevos megaproyectos depredadores, sino expresión de la propuesta presidencial de un desarrollo desde abajo y que no excluya a nadie.