Afortunados hay que reconocernos como habitantes de la Ciudad de México al contar con parques y espacios públicos que podemos incluir en nuestro día a día como lugares que recuperan parte de la naturaleza que las calles, avenidas y viviendas arruinaron durante los siglos posteriores a la Conquista y hasta finales del siglo XIX, época en la que, gracias a Miguel Ángel de Quevedo, se consideró como asunto de superior importancia recuperar el espacio público para, en plazas, dentro de las casas, en terrenos y al lado de avenidas, levantar jardines con flores, plantas o árboles y así, digamos, domesticar a la naturaleza.
El primer parque público de la Ciudad de México virreinal es la Alameda Central; se creó en 1592 gracias a una iniciativa del virrey Luis de Velasco –hijo de otro virrey de la Nueva España– quien, además de esforzarse por hacer cumplir las Leyes Nuevas de 1542, que entre otras cosas prohibían la esclavitud de la población indígena y promovían el establecimiento de futuras encomiendas, se empeñó en emprender la labor de embellecer la capital, pues en ese entonces se aseguraba que la grandeza del imperio sólo podía reflejarse en la magnificencia de sus ciudades y, justo para alcanzar esa pompa anhelada, regaló a los habitantes un lugar de esparcimiento. Aunque no a todos, de hecho sólo a una pequeña –mínima– parte.
A finales del siglo XVI la Ciudad de México trabajaba para europeizar lo más posible las calles que alguna vez habían sido canales. Palacetes se levantaron con las piedras de los templos prehispánicos destruidos, y el sonido de los caracoles y teponachtlis se sustituyó por el de las campanas de las iglesias que cada hora repicaban. Pocos y cortos eran los lugares en los que los peninsulares podían salir a pasear, ya fuera para despejarse, disfrutar de la tarde o, lo que más les gustaba, lucirse dejándose ver con sus mejores atuendos mientras, a su vez, veían a los demás pavonearse con trajes y vestidos que en sus texturas y formas emulaban a su tan añorada Europa.
Se dispuso que el paseo fuera cuadrado, y alrededor suyo, y sobre la traza de las calzadas, se plantaron decenas de álamos para dar sombra a los paseantes mientras disfrutaban de una caminata al lado de las fuentes –una central y cuatro secundarias– que adornaban el primer paseo de la América Hispana, llamado La Alameda en un sinónimo de paseo y lugar de álamos. En sus inicios, ese paseo era privilegio de unos cuantos; con un sólo acceso –en el poniente– la entrada estaba restringida a indígenas y afromexicanos que podían ingresar, únicamente, como parte de la servidumbre de españoles y criollos formando, a través de un cortejo, una comparsa integrada por nanas, mucamas, pajes y esclavos, tan larga como los complejos de superioridad con los que sus patrones alardeaban su posición social y económica en el intento de compensar los sentimientos de inferioridad que padecían.
La Alameda se convirtió en el lugar en el que se daba cita lo más destacado de la camarilla novohispana en el poder y en el que se entretejían todo tipo de acuerdos, o se conspiraban relaciones amorosas tanto prohibidas como legítimas. Ahí, damas y caballeros tenían la concesión de poder sonreírse entre sí en un coqueteo que duraba tan sólo un instante, pero que, a pesar de ser incierto y efímero, ilusionaba lo suficiente como para que el maquillarse o engalanarse para ir a la Alameda tomara más tiempo que el mismo paseo. El sentido de magnificencia de la ciudad que tanto buscaba el segundo virrey de Velasco también se alcanzó con las personas que dieron vida al paisaje urbano y adornaron con su toque de fanfarroneo las calles y paseos.
La Alameda fue testigo de la entrada triunfal de Iturbide y el Ejército Trigarante y, al poco tiempo de consumada la Independencia y en sintonía con los ideales de abolir la desigualdad, el acceso dejó de restringirse y el paseo abrió sus puertas a todas las personas; si bien se reconocieron derechos, también se creó un vínculo político en el que la base de la integración del entonces aún incipiente Estado mexicano se sujetó, ya no a una cuestión de raza o etnia, sino a una de índole económica, por lo que la discriminación continuó imperando y los derechos alcanzados eran privilegio sólo de quienes tenían las posibilidades económicas o influencias sociales para reclamarlos.
A lo largo de casi cinco siglos, el paseo fue modificándose, duplicó su tamaño y sumó en el recorrido glorietas y esculturas; tuvo periodos de esplendor y decadencia, la última hasta hace 10 años, cuando era un sitio inseguro y descuidado en el que, entre basura y maleantes cobijados por la oscuridad que la falta de alumbrado provocaba, los paseantes corrían el riesgo de convertirse en víctimas. Hoy, ya remodelada y sin álamos, pero llena de sauces y fresnos, la Alameda Central sigue siendo el paseo por excelencia de los capitalinos que en ella hacemos nuestro el espacio que como ciudadanos nos corresponde; está en nosotros, pues, defender estos espacios y mantenerlos para que sigan siendo parte esencial de nuestra identidad.