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En la famosa novela del gran escritor Albert Camus (1913-1960), 'La peste', se plantean de manera magistral, lúcida y sin concesiones, los rasgos esenciales de la condición humana ante la enfermedad, quizás en su forma más severa, la epidemia, y se pone en evidencia el profundo pensamiento humanista de su autor, merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1957, a los cuarenta y cuatro años de edad. En nuestros tiempos de Covid-19, su lectura es mucho más que pertinente.
Perspectiva histórica: pandemias de ayer y hoy
Este domingo, 21 de febrero de 2021, falta sólo una semana para que se cumpla un año exacto del inicio de la epidemia por Coronavirus en México, misma que comenzó con el primer caso confirmado el 28 de febrero de 2020, un año que la Historia ya registra como fatídico.
La ruta de la pandemia ocasionada por el virus Sars-Cov-2, causante de Covid-19, que sigue provocando estragos a nivel mundial, es bien conocida: grosso modo, de Asia pasó a Europa –con especial presencia en Italia– y de ahí se extendió a todo el planeta. Precisamente el primer caso mexicano fue el de una persona que había viajado a Italia.
De inmediato, la epidemia por un virus cuyo origen todavía se discute –se habla de murciélagos, pangolines y otros posibles transmisores originarios– cobró dimensiones globales y, en el particular caso de México, tres meses y once días después de iniciada en la que hasta ese momento era la internacionalmente ignota ciudad de Wuhan, en el sureste de la República Popular China, la pandemia quedó instalada no como tema único, pero, de manera inevitable, sí como el principal, recurrente y subordinante de cualquier otro asunto, que sin remedio quedó supeditado a lo que sucediera o dejara de suceder a consecuencia de la pandemia.
Como se ha insistido desde el principio, la actual crisis sanitaria sólo puede ser comparada con la pandemia que tuvo lugar a principios del siglo xx, también ocasionada por la expansión irrefrenable de un virus, para decirlo en términos técnicos, de influenza tipo a, subtipo h1n1, pero que (des)consideraciones de orden geopolítico movieron a denominarla, no sin insidia, como la gripe española.
Entre febrero de 1918 y hasta abril de 1920, lapso que a grandes rasgos es considerado como su duración real, aquella peste cobró la vida de aproximadamente 50 millones de personas alrededor del mundo, para un porcentaje apocalíptico si se pone en la perspectiva de dos datos duros, tanto de aquel tiempo como de éste: en 1920, la población mundial rondaba los mil 800 millones de habitantes; eso significa que, en sólo veintiséis meses, la influenza de 1918-1920 cortó la vida del 2.7 por ciento de la población mundial, para un promedio de 63 mil 291 muertes diarias. Un siglo más tarde, a la Tierra la poblamos alrededor de 7 mil 500 millones de seres humanos, y aunque la cifra de contagios y decesos naturalmente sigue y seguirá aumentando durante un lapso imposible de conocer, al día de hoy no rebasa los 2 millones 400 mil muertes, para un promedio aproximado de 5 mil 700 fallecimientos diarios por Covid-19, o 0.03 por ciento de la población mundial. Por supuesto, este comparativo numérico de ningún modo tiene la intención de minimizar la emergencia y la tragedia actuales; sólo pretende mirar el actual estado de las cosas desde una perspectiva histórica.
La de principios del siglo xx y la del Covid-19, como es natural y como, a estas alturas, lo sabe incluso el menos enterado, no son las únicas –y tampoco las peores– epidemias que la humanidad ha sufrido: sería imposible agotar el registro en un espacio como éste, pero apúntense al menos un par: la tristemente célebre peste negra medieval, que en el siglo xiv cortó la existencia de aproximadamente 200 millones de seres humanos en Europa y Asia, y otra que tuvo lugar en el siglo xix, pocos años antes de la acaecida en 1918-1920: la que asoló la ciudad argelina de Orán en 1849, de la cual se hace eco La peste, la conocida novela de Albert Camus, que en los días que corren ha cobrado nueva relevancia, como resulta obvio considerando tanto el tema del libro como la relevancia mundial de su autor.
Perspectiva literaria: una y todas las pestes
Breve, concisa, espléndida y durísima, La peste no fue ni el primer libro ni la primera novela publicada por Camus: un lustro antes había dado a la imprenta El extranjero, esa otra obra maestra, así como publicado alrededor de siete títulos, entre piezas teatrales y ensayos, incluyendo esa cúspide del pensamiento occidental llamada El mito de Sísifo.
Publicada en 1947 –una década antes de que Camus recibiera, a sus cuarenta y cuatro años de edad, el Premio Nobel de Literatura–, a La peste se le ha querido entender como una gran metáfora de la invasión nacionalsocialista alemana en territorio francés. Asimismo, se le ha querido interpretar como si se tratara de una enorme alegoría relativa a la amenaza permanente de la maldad, contra la cual el género humano debe permanecer alerta si acaso lo que busca es no sólo sobrevivir y prevalecer sino realmente vivir o, quizá mejor dicho, realmente existir, y que la existencia misma tenga algún sentido, para expresarlo en los términos filosóficos que alguna vez le fuesen caros al propio Camus: los del existencialismo.
En tanto La peste se hace eco de un hecho histórico verídico, sólo que adaptado a la realidad de mediados del siglo xx, cabe por supuesto la interpretación más sencilla de todas: una evocación, estremecida y estremecedora, del pasado relativamente reciente, así como una revisión de la idiosincrasia nacional del propio autor, nacido en Argelia a finales de 1913 –en otras palabras, a los cinco años de edad Camus vivía en un mundo azotado por una pandemia. No en balde, los acontecimientos de ficción de La peste tienen lugar casi exactamente un siglo después de los que asolaron a la ciudad de Orán.
Empero, y sin demérito de las interpretaciones arriba apuntadas, con su segunda novela Camus alcanzaría, y de igual manera con una novela más bien corta –apenas arriba de doscientas páginas que, dicho clásicamente, se leen de un tirón porque resulta imposible soltar el libro sin llegar hasta el final–, lo mismo que Thomas Mann tres décadas y un lustro antes, con su también celebérrima Muerte en Venecia –contextualizada, como bien se sabe, durante una epidemia de cólera–: hablar no de una, sino de todas las epidemias, presentes, pasadas e incluso futuras, como los actuales habitantes de esta Tierra podemos constatar.
En aras de comprobar lo antedicho, es grande y difícil de resistir la tentación de citar profusamente, pero se hará un esfuerzo de brevedad, comenzando por el final de la novela, incluida la idea que, para muchos, sintetiza el existencialismo según Albert Camus, que no sería otra cosa que un humanismo profundo, diríase telúrico y, en su caso, henchido de generosidad y calidez:
El viejo tenía razón, los hombres eran siempre los mismos. Pero esa era su fuerza y su inocencia y era en eso en lo que, por encima de todo su dolor, Rieux sentía que se unía a ellos. […] para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.
Lo que el narrador dice de Rieux, ese doctor infatigable para quien la piedad con sus semejantes tiene forma de persistencia, disciplina y olvido de sí mismo, es por supuesto lo que movió al propio Camus no sólo en la escritura de La peste y de otros libros suyos, en particular El hombre rebelde y El mito de Sísifo: la resistencia, casi que la obcecación ciega, contra la adversidad o la indiferencia de un mundo al que ni le sobra ni le falta la presencia o la ausencia del ser humano en su seno.
Sigue hablando el narrador, a nombre de ese espíritu noble del doctor Rieux, acerca de la conveniencia de no cantar victoria nunca, en particular si el enemigo a combatir es la peste, ya sea que se trate de un virus, del desaliento, del egoísmo o de la indiferencia respecto de la suerte del prójimo:
…sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos. Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.
El doctor Rieux y, a su personalísimo modo, el resto de los personajes que pueblan la historia –Tarrou y su desapegado escepticismo, paradójicamente no exento de ternura; el anciano Grand y su contribución tan discreta como indispensable en la ejecución de las faenas a que la epidemia obliga; Rambert, uno de quienes “llegaron incluso a pensar que seguían siendo hombres libres, que podían escoger”, más el resto, unos escépticos, otros exasperados, otros más esperanzados, otros todo lo contrario–, todos sin excepción viven, cada uno, su propia epidemia y reivindican su derecho a ser libres, así sea solamente para volver a la molicie prepandémica o, si la libertad bien entendida y mejor aprovechada es mucho pedir en medio de la tragedia, al menos reclaman su derecho, tan inalienable en la Edad Media como en los siglos xiv, xix, xx y el actual, sea en Wuhan, Orán o Ciudad de México, a seguir existiendo l