España se encuentra envuelta en una oleada de protestas en defensa de la libertad de expresión y contra el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél, quien fue arrestado el martes en la ciudad catalana de Lleida y remitido a la prisión de Ponent para cumplir una condena de al menos nueve meses por los delitos de enaltecimiento del terrorismo e injurias a la Corona. El encarcelamiento del músico culmina una larga serie de roces con la justicia española, que desde 2014 lo ha procesado por las letras de sus canciones y sus publicaciones en redes sociales.
El mismo martes, varias ciudades de Cataluña fueron desbordadas por manifestantes que ven la sentencia condenatoria de la Audiencia Nacional como un ataque a la libertad de expresión, pero también como un nuevo agravio del Estado español contra la identidad y la autonomía catalanas. Sin embargo, el caso trasciende ampliamente a los sentimientos independentistas mayoritarios en esta región autónoma, como lo muestran las firmas de apoyo de cientos de personalidades del mundo cultural español, así como la extensión de las protestas a ciudades de todo el país ibérico, entre ellas Madrid, Barakaldo, Valencia y Granada. Las jornadas de protesta se han saldado con decenas de heridos y detenidos, además de múltiples destrozos en instalaciones públicas y sedes partidistas.
La notoriedad ganada por el cantante a lo largo de estos pulsos con los tribunales, y el hecho de que no se trate del primer artista perseguido por sus opiniones acerca de la familia real, han reabierto un agrio debate en torno a los límites de la libertad de expresión. Hoy, este derecho se halla acotado por la Ley de Seguridad Pública –conocida como ley mordaza–, aprobada en 2015 por el derechista Partido Popular, notorio defensor de la monarquía.
El origen filofranquista de la legislación con la que se condenó a Hasél y el repudio que ha merecido dentro y fuera de España, han abierto una grieta en la coalición gobernante del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y Unidas Podemos (UP). Mientras el Ejecutivo del PSOE anunció, sin dar fechas, una reforma del código penal para impedir que se repita este tipo de sentencias, integrantes de UP, como el vicepresidente Pablo Iglesias o el diputado Pablo Echenique, han condenado el encarcelamiento del rapero, y el legislador incluso ha alentado los actos de protesta.
La persecución de Hasél contrasta, por otra parte, con la pusilanimidad y la obsecuencia con la que las autoridades de Madrid suelen reaccionar ante expresiones públicas de exaltación del fascismo como la que tuvo lugar el sábado de la semana pasada en el cementerio madrileño de La Almudena, donde un grupo neonazi reunió a centenares de personas para rendir homenaje a la División Azul –la formación franquista que combatió al lado de los nazis en la Segunda Guerra Mundial– entre saludos fascistas, proclamas abiertamente antisemitas y cruces gamadas. Las peregrinaciones neonazis a ese sitio, que tienen lugar reiteradamente desde hace lustros en total impunidad, son las más radicales, pero no las únicas exaltaciones del fascismo; encuentros similares han ocurrido en el Valle de los Caídos y el racismo y la xenofobia que se expresa en ellos suele replicarse en los actos del partido ultraderechista VOX.
En conjunto, la situación demuestra cuán lejos está el Estado español de concretar la transición a la democracia que se dio por oficialmente terminada con la Constitución de 1978. En particular, exhibe las dificultades para hacer convivir a las instituciones democráticas con la prevalencia de una monarquía que dista de gozar del respaldo unánime de la ciudadanía, y que en los años recientes acusa un inocultable desgaste. En este sentido, normativas como la ley mordaza, el carácter inatacable de la figura del rey o la existencia del delito de “injurias a la Corona” deben interpretarse como intentos de apuntalar a la monarquía mediante restricciones a la libertad de expresión que resultan insostenibles y vergonzosas en un marco democrático.