La pandemia ha desnudado las desigualdades –que las sabíamos– entre países y naciones. Ha revelado la precariedad de los sistemas de salud en el mundo, el valor social de la solidaridad y el sentido común, y también que la responsabilidad ciudadana no está correlacionada al valor económico de cada persona: hemos visto imperios fracasando en el control de la pandemia por la incapacidad crónica de muchos ciudadanos de sentirse corresponsables de la vida del vecino, y economías mucho más modestas rompiendo oscuros presagios. La pandemia ha sido el espejo para observar autoridades, economías, instituciones y personas. Sin embargo, hay un factor monumental, probablemente el de mayores repercusiones de largo plazo, en el que la pandemia habrá de incidir, pero que rara vez ocupa el centro de la discusión pública: el impacto de la pandemia en el fenómeno migratorio.
La migración ha sido y es un fenómeno social y económico en toda la historia de la humanidad. Es un dilema ético para las naciones más prósperas y un choque cultural para sus habitantes. La migración es un reto en materia de seguridad y justicia, pero también lo es en el plano sociológico. Hay algo que al llamado “primer mundo” se le dificulta enormemente entender: la migración es contenible y administrable, sí, pero frenarla, extinguirla, es imposible, toda vez que está motivada por el único activo imperecedero del ser humano, que es la esperanza.
¿Qué detiene a un migrante cuando ha tomado la decisión de vida de empezar la marcha?, absolutamente nada. Ni el mar Mediterráneo ni las mafias ni el racismo ni la policía ni las olas, las rejas o los muros. No hay poder humano que contenga ese otro poder humano; las ganas de vivir y hacerlo de forma distinta. Por eso, cuando la xenofobia motiva el grito de “regresa a tu país” (en el idioma que sea), lo que se revela es la ignorancia, la incapacidad de entender que para un migrante no hay regreso.
El siglo XIX es el primero en el que vemos un verdadero flujo migratorio (regido por causas económicas) como hoy lo entendemos, y no más como una aventura colonial o la conquista de algún rincón desconocido. Es la migración marcada por el acero, los durmientes y el carbón. Un ejercicio moderno de sincretismo cultural. El siglo XX fue uno de movilizaciones humanas obligadas por la guerra. Guerras mundiales, guerras domésticas, guerras reli-giosas, guerras asimétricas, guerras frías, guerras civiles. El suelo azotado por la violencia movió a medio mundo de su lugar de origen.
En esa línea de tiempo, me atrevo a pensar que el siglo XXI marcará a la migración de manera diferente: la desigualdad y la violencia no necesariamente bélica, pero violencia al fin (véase el caso de Centroamérica con mafias y pandillas), son los motores migratorios. Agregue uno importante: la conexión en tiempo real de países ricos y otros sumidos por la miseria, mediante las redes sociales y dispositivos móviles. No es ya el familiar “del otro lado” que cuenta maravillas de una tierra prometida ni las cartas describiendo ese lugar al que se quiere llegar, es la imagen en vivo, la interrelación con contenidos y noticias, es el sueño distante en la palma de la mano, que crea expectativas como nunca antes.
A esa esperanza migrante la aguarda impacientemente el miedo de quienes buscan preservar el statu quo. El miedo del “choque de civilizaciones” que reclama su derecho a la tradición, al haber llegado primero. Por eso, en este siglo XXI el sincretismo cultural, la mezcla racial de los dos siglos previos, enfrenta el obstáculo de la xenofobia y los regionalismos, del pánico a la “aldea global” y el temor al otro, al “diferente”. En ese marco complejo, la pandemia por Covid-19 tenderá a agravar y acelerar la dinámica migratoria. La recuperación económica desigual también será un enorme incentivo para ello.
Por eso duele tanto que en México, un país migrante y de paso, un país con más de un tercio del corazón fuera del territorio, sea en la ruta tamaulipeca, un calvario para los migrantes centroamericanos. Duele la colusión de mafias y policías y las escenas de horror que han traído consigo. De todos los infiernos que debe atravesar un migrante, no puedo imaginar uno peor al ocurrido en Camargo, Tamaulipas.
El ruido de la coyuntura y la multiplicidad de temas nos han impedido darle magnitud a la tragedia. Debe ser un llamado de atención para todos –ciudadanos, autoridades, países ricos y pobres, países migrantes y potencias económicas– para tratar de entender este fenómeno de manera diferente, porque a los migrantes sólo los detiene la muerte.