Por el confinamiento hago el trabajo desde mi casa. No es lo mismo que estar en la oficina, pero tiene una ventaja: no necesito transportarme y ahorro mucho tiempo. Esta semana lo he dedicado a revisar cajones, estantes, maletas, bolsas. Me sorprende la cantidad de cosas que he ido acumulando, desde ropa y fotografías hasta recortes de periódico. Abundan las agendas donde están marcadas las fechas importantes. Junto a algunas hay breves anotaciones que sólo tienen significado para mí. En la casilla del l4 de febrero de 2010 escribí: “Viene Eduardo. ¡Receta especial!” Mi amigo murió en 2016, sin embargo, he seguido escribiendo las mismas cuatro palabras cada Día de San Valentín: de alguna manera concentran la historia de nuestra breve e inesperada amistad.
Hacer el guisado que Eduardo me enseñó a cocinar se ha vuelto una especie de ceremonia. Comprendo que es absurdo, pero no puedo evitarlo, y espero el momento con verdadera ilusión. Mando traer los ingredientes y los pongo sobre la mesa de la cocina como si él fuera a venir para hacerme el platillo que su padre aprendió de su padre: lomo de cerdo a la ciruela.
II
La amistad entre Eduardo y yo surgió de una mera relación de trabajo. Durante dos años el trato fue convencional: saludos, comentarios aislados, frases de cortesía. A veces, cuando se necesitaba un informe urgente, compartíamos su oficina. La primera tarde que estuve allí me pareció un sitio muy impersonal y poco acogedor. En las paredes desnudas sólo había un retrato. “Es mi padre”, explicó sin que yo se lo hubiera preguntado. “Te pareces a él”, dije. No hizo ningún comentario. Me pareció que si aspiraba a salir bien de esa experiencia sería mejor que me limitara al informe.
Cuando terminamos y regresé a mi lugar, Ema, mi compañera de oficina, se deshizo en preguntas acerca de mi colaboración con Eduardo. A todo respondí con una frase: “Casi no me habló. Le caigo mal. La próxima vez que él necesite ayuda, subes tú.” Para dicha de Ema, así ocurrió.
En febrero se organizó la comida para celebrar el aniversario de la empresa. Llegué tarde y sólo había un lugar disponible junto al de Eduardo. La perspectiva de pasarme todo el tiempo con un vecino que tal vez no hablara conmigo me hizo pedirle al capitán que me pusiera un lugar en la mesa donde estaban algunas compañeras, entre ellas Ema. Me dijo que era una tonta por no haberme quedado junto a Eduardo. “¿Te gusta?”, le pregunté. “Es guapo pero, sobre todo, es soltero.” Me reí.
Lo único bueno de los aniversarios es que al terminar la comida nos dan la tarde libre. Tenía pensado dedicarla a hacer la compra de la semana y luego correr a mi departamento para seguir decorándolo. Por vez primera vivía sola –para disgusto de mi madre– y lo estaba disfrutando. Al salir del supermercado me fui al sitio para tomar un taxi. No había ninguno en servicio y la fila de usuarios era bastante larga. Resignada, tomé el último lugar. “¿Por qué no quisiste sentarte junto a mí?” Me volví para ver quién me hablaba: era Eduardo. “Quería discutir un asunto con Ema”, contesté, y él sonrió: “No es cierto. Te caigo mal; pero no te preocupes: yo también me caigo mal.” Sólo se me ocurrió decir: “Aquí vamos a tardar horas. Mejor me voy al sitio que está junto a la iglesia.” “Yo también.”
Empezamos a caminar y noté que él veía su reloj a cada momento. “¿Tienes prisa?” “Sí. Le prometí a mi padre que llegaría antes de las seis. Es su cumpleaños. Le gusta oír música mientras cocinamos juntos su famoso lomo a la ciruela. De joven fue chef en un restorán. Allí se conocieron él y mi madre.” “¿Ella también cocina?” “Lo hacía, y muy bien. ¿Y tú?” “¿Qué?” “¿Cocinas?” “Lo que hago no es precisamente cocinar. Me gustaría mucho saber, pero no tengo tiempo para ir a una escuela.”
Cuando llegamos a la base vi que se estacionaba un taxi: “Tómalo tú, yo espero”, dijo Eduardo. Me rehusé: “No. Tú tienes más prisa.” “¿Y por qué no lo tomamos los dos? ¿Adónde vas?” “A la Escandón.” “Me queda de camino”, dijo sin más explicaciones y me abrió la portezuela. En cuanto subimos me volví hacia la ventanilla: “Qué bueno que se nos ocurrió venirnos para acá en vez de seguir esperando”, comenté. “Gracias a ti llegaré a tiempo para el famoso lomo.” “¿Es difícil prepararlo?” “No, pero lleva tiempo. Vale la pena, porque es una delicia.” “A ver si un día me das la receta.” “Mejor te lo preparo.” “¿Dónde?” “Pues un día me invitas a tu casa y cocino.” Por fortuna estábamos llegando a mi casa: “Aquí me bajo.” “Nos vemos mañana.” “Sí, felicitas a tu padre.”
III
Estaba aturdida. No podía creer que en unos minutos hubiera logrado saber más de Eduardo que en los dos años que llevábamos de trabajar en la misma empresa. Saqué mis primeras conjeturas: “Es buen hijo, le gusta cocinar, adora la música y, lo que menos esperaba, ¡conversa!” Sentí deseos de llamar a Ema y contarle mi aventura, pero no lo hice: en realidad no había sucedido nada extraordinario entre Eduardo y yo. Lo más seguro era que al día siguiente volveríamos al trato cortés y distante.
Llamé a mi madre para ver cómo estaba y para contarle de mis avances en la decoración del departamento. “Está quedando precioso, de verdad precioso.” “Oye, te noto muy alegre, muy animada.” Mentí: “Estoy igual que siempre”. “A lo mejor. Ven pronto a visitarme. No te esperes a que sea mi cumpleaños.” Pensé en el padre de Eduardo y en él, cocinando juntos mientras oían música y me sentí feliz.
IV
Al día siguiente, Eduardo y yo llegamos al mismo tiempo a la sala de juntas. Aún no había nadie y le pregunté por el cumpleaños de su padre. “La pasamos muy bien. Cociné yo: a él le dolían las manos.” “¿Y cómo te salió el lomo?” “Delicioso.” “No te creo.” “Pues invítame a tu casa y te lo demuestro.” “¿Cuándo quieres ir?” “El domingo es l4 de febrero. Celebraremos el día de la amistad.” Acepté.
Fue un día muy especial. Mientras Eduardo cocinaba yo iba apuntando la receta del lomo a la ciruela. Lo preparo con frecuencia, pero siempre el Día de San Valentín. El sábado invité a Ema a comer. El lomo le encantó y quiso saber qué le daba un sabor tan especial. No se lo dije: “es el sabor de la amistad.”