En materia de estadísticas económicas y sociales no puede hablarse de realidades contundentes; todo es relativo, sujeto a errores que pueden ser considerables. Y, sin embargo, se mueve, diría con sorna nuestro querido maestro Emilio Mújica, y los conteos, censos, encuestas… se esmeran en registrar evoluciones o involuciones, según sea el caso.
Sin contar y medir, nos resignamos a indeterminaciones veleidosas o a decisiones de quienes se creen con el suficiente poder para “definir” realidades y, desde ahí, dictar acciones del Estado sin mayor deliberación. Así ha ocurrido y ocurre en las mejores y las peores familias y naciones. Sin información la deliberación se agota y la política se estanca.
Alojados en comunidades grandes y complejas, no tenemos opción: o (nos) medimos y (nos) contamos o nos extraviamos y las decisiones del Estado, que a todos nos implican, quedan a cargo de los poderes, constituidos o no. De aquí la importancia de los sistemas de información, entendidos como instrumentos de la sociedad en manos de los estados, y sus productos como “bienes públicos”, cuya calidad debe cuidarse, con el mismo celo que la probidad de los órganos administrativos encargados de esas funciones.
Por años, la información pública se consideró coto cerrado; concentrada en unas cuantas oficinas gubernamentales e instituciones internacionales. En lo fundamental esto se corrigió para enfrentar la crítica de esos organismos y del sistema financiero global, pero también del reclamo democrático que entendía, con creciente claridad, que información es poder y que si se quiere un poder constituido democráticamente por la ciudadanía, la información oportuna, disponible y suficiente es una necesidad insoslayable.
El Inegi encarna estas evoluciones, y podemos decir que ha estado a la altura de las exigencias. No se trata de una institución infalible, pero su estructura y conformación permiten intervenciones dirigidas a hacerla cada vez más eficaz y eficiente. La apertura de los mercados nacionales y la intensificación de la competencia, son fuente de cada vez más sofisticados requerimientos informáticos que, en su origen, deben ser producidos por los organismos del Estado responsables por ley, y por sentido común, de esas tareas.
A su vez, el pluralismo político y social ha gestado nuevos tipos de demandas que tienen que ver con lo que llamamos “acceso a la información”. Garantizarla forma parte de la defensa y protección de los derechos humanos y es la razón de ser del INAI. Infortunadamente, en vez de mejorarlo y facilitar su misión entendida como tarea de Estado, el gobierno pretende nulificarlo.
Hace mucho, aprendimos que con los sistemas de información no se juega y que las innovaciones y sustituciones tienen que esperar a que la “carga de la prueba” sea satisfactoria. Nada peor que, sin meditación alguna, se cuestione nuestro complejo y delicado sistema nacional de información. Es como quedarnos sin luz so capa de defender a la CFE.
El gobierno tendría que asumir que la información producida en el seno del Estado lo obliga y compromete. Responder a (y por) ella para, luego de la deliberación social y de los órganos colegiados representativos del Estado, acometer reformas. Tal es, o debería ser, la operación permanente del Estado, que no admite pausas ni paréntesis esperando “otros datos” que le dieran consistencia o credibilidad a sus propuestas.
El juego a que se ha dado el Presidente, a partir del “tengo otros datos”, dificulta la deliberación política. Ni en los órganos colegiados, destacadamente el Congreso de la Unión y los estatales, ni en los partidos, ni en las organizaciones sociales y las cámaras empresariales ha podido desplegarse una “dialógica” a la altura de la gravedad del presente.
Para la academia universitaria y otros centros epistémicos, el terreno de las políticas que se insiste en calificar de “públicas”, es difícil de transitar; entre otras causas porque la información necesaria para construir escenarios y propuestas no siempre está disponible con oportunidad.
El resultado de este manglar es un vacío que con los días crece, caracterizado por la “no política” y oprimido por un mutismo que, en estos tiempos, resulta ominoso. El comportamiento de los más afectados apenas se vislumbra, y lo que urden los grupos de poder financiero y económico en general es desconocido, salvo cuando irrumpe alguna oleada de especulación sin rumbo que el gobierno se apresura a descalificar con los peores argumentos y maneras.
Sin deliberación la democracia es gesticulación, y la política es apresada por especuladores y logreros. Por su parte, la política económica se figura y configura en territorios amurallados, allá por la Puerta Mariana de Palacio Nacional y hasta el Banco de México, otrora el Sancta Santorum de la estabilidad, se torna territorio en disputa, objeto de frívola manipulación.
La consecuencia casi inevitable: una contienda por el poder y su ejercicio que se realiza a ciegas; un ejercicio del mandato constitucional sometido a la ocurrencia; una sociedad silente, arrinconada y ¿por qué no? dispuesta a la simulación que esconde la sumisión. La República hecha trizas.