El ex presidente Donald Trump, primero en la historia de Estados Unidos en enfrentar dos juicios políticos, fue absuelto ayer al no alcanzarse los votos condenatorios de dos terceras partes del Senado, instancia que se erige en jurado durante este procedimiento. Los miembros de la Cámara de Representantes que actuaron como fiscales acusaron al magnate de incitar violencia contra el gobierno, con el objetivo de subvertir y obstruir los resultados electorales del 3 de noviembre de 2020. El punto culminante de esos esfuerzos para descarrilar la sucesión presidencial se dio el pasado 6 de enero, cuando Trump azuzó a sus simpatizantes durante un mitin para que invadieran el Capitolio mientras el Congreso estaba reunido para formalizar el nombramiento de Joe Biden como presidente electo. El asalto a la sede legislativa dejó cinco personas muertas, decenas de heridos y un hondo trauma en una sociedad que nunca había presenciado una interrupción semejante de la institucionalidad.
Aunque previsible, el desenlace del segundo intento de impeachment contra Trump es motivo de preocupación por múltiples razones. En primer lugar, porque la absolución otorgada, pese a las abrumadoras evidencias de culpabilidad, envía un mensaje nefasto acerca de la vigencia del equilibrio de poderes en que se asientan las democracias modernas, así como de la capacidad del imperio de la ley para impedir la arbitrariedad de los gobernantes. Si Trump salió impune tras hacer de su presidencia un ejercicio de violación consuetudinaria de la ley y demolición de las instituciones democráticas, parece haberse perdido cualquier salvaguarda frente al surgimiento de un gobierno autoritario en la mayor potencia militar del planeta, lo cual pone en riesgo no sólo a los ciudadanos estadunidenses, sino al mundo entero.
Por otra parte, que 43 de los 50 senadores republicanos se alinearan con su ex abanderado es indicativo de la profunda crisis moral en el seno de la fuerza política que controla más gobiernos y legislaturas estatales, y que designó a seis de los nueve integrantes de la Corte Suprema. Más allá de la conversión del juicio político en una lucha partidista entre demócratas y republicanos, el voto de los correligionarios de Trump exhibe que muchos de ellos están deseosos de congraciarse con las bases electorales trumpianas sin importar la más que posible repetición de episodios trágicos como el vivido en el Capitolio.
La mayor de todas las amenazas abiertas, al permitir que el magnate continúe activo en la política partidista, y que pueda presentarse a las elecciones de 2024, es la que se cierne contra los millones de personas que se convirtieron en objetos del odio del discurso trumpista: quienes integran la comunidad de la diversidad sexual, defensores de derechos humanos, ecologistas, mujeres que se rehúsan a cumplir roles tradicionales y, ante todo, la población afrodescendiente y los migrantes. Todos estos grupos, que son los artífices del fracaso de Trump en su empeño por relegirse, viven un peligro real de ataques a su integridad y su dignidad por la legitimación de un proyecto político que dio carta de naturalidad al supremacismo racial, la brutalidad policiaca, la misoginia, la imposición de ideas religiosas sobre el derecho a manifestar la identidad y las preferencias sexuales, así como a la criminalización y estigmatización de quienes abandonaron sus naciones de origen en busca de oportunidades laborales, escolares o, simplemente, para ponerse a salvo de la violencia.
Como indicó el propio Donald Trump al celebrar su absolución, su movimiento político no está acabado, sino que apenas comienza. Cabe esperar que la sociedad estadunidense encuentre los cauces democráticos para conjurar esa tendencia basada en la xenofobia, el racismo, la misoginia, el anticientificismo, un rechazo mal encauzado a la clase política, y el fundamentalismo religioso, y que logre rencontrarse con lo mejor de su tradición republicanista.