Cuando el padre del poeta Hesíodo muere, le deja su herencia de tierras y esclavos a sus dos hijos. Pero, como suele ocurrir, uno de ellos, Perses, se queda con todo. Así que Hesíodo demanda ante los jueces la restitución de lo que le corresponde. Hay que decir que la tierra en disputa no sólo asegura una renta mensual, sino que es un requisito para ser ciudadano. Como no hay testamento del padre, Perses soborna a los responsables del arbitraje y consigue el refrendo de su robo. Ante la afrenta, Hesíodo se presenta en el ágora y los denuncia ante los demás ciudadanos: “Cuando la Dik é (justicia) es violada, se oye un murmullo ahí donde la administran los hombres devoradores de regalos e interpretan las normas con veredictos torcidos”. En esa denuncia, hecha en algún momento del siglo VIII antes de nuestra era, suceden varias cosas. Él se coloca entre la asamblea y los jueces para denunciar una injusticia que ya no es sólo particular sino que le compete al resto de la ciudad y, por otro lado, nombra a la indignación moral que deben sentir los demás el “murmullo”. Lo hace en forma de poema y, así, inaugura una posición que, más tarde, conoceríamos como intelectual, es decir, esa conciencia crítica y autocrítica que mejora la inmediatez de la simple cólera para avanzar en su solución, compartirla y que deje de ser sólo un murmullo para convertirse en opinión.
Traigo este episodio de Los trabajos y los días para referirme al cambio de posición desde la que hoy hablan los antes llamados “intelectuales” mexicanos. Se supone que el lugar desde el que se habla al público debe ser el de la verdad y, en ese momento, el que habla se constituye como interlocutor válido. Ese sitio, sin embargo, se trastocó cuando supimos que eran subsidiados por los gobiernos en turno no sólo con publicidad pagada sino con la compra de los ejemplares de sus dos revistas, hoy en cuestión: Nexos y Letras Libres. Esta última estuvo, además, envuelta en la organización de un centro de noticias falsas conocido como Operación Berlín (el caso todavía no aclarado de Pejeleaks), que buscaba diezmar como fuera la popularidad del candidato que finalmente llegó a la Presidencia de México en 2018. Ahora, ese lugar ha cambiado tan radicalmente que ya no tiene ni siquiera la pretensión de ser verdadero, sino sólo de encabezar la oposición al cambio de régimen. El sitio desde el que hablan y escriben ya no está entre la asamblea y los devoradores de regalos. Se han extraviado.
Pero, ¿existió tal lugar? En 40 años de existencia, las ubicaciones políticas de ambos grupos de intelectuales fueron, en su mayoría, para justificar los dolores del presente. Del fraude de Salinas de Gortari en 1988 dijeron que no había suficientes pruebas y que, en todo caso, la legitimidad no estribaría en el origen –los votos– sino en el desempeño del presidente. Fueron más allá en el fraude de Felipe Calderón, en 2006, al exigir a los millones de defraudados que aceptáramos los dudosos resultados computados de madrugada. Lo normal era moral. Lo existente se justificaba por sí mismo. La historia de cómo llegaron a exculpar a la realidad es la escritura del régimen que hoy se pretende transformar.
Lo más notorio es, por supuesto, la idea de democracia que publicitaron. Al concebir al régimen de partido único como una “excepción mexicana” no lo condenaron como lo hicieron con otras dictaduras. Y cuando introdujeron la lucha por la democracia en sus opiniones, ésta fue reducida a un mero procedimiento sin pueblo. Formas y conteos que funcionaban por sí mismos y jamás involucraron las expectativas de menor desigualdad, la reconquista de la soberanía nacional, o del interés general en contra de las ganancias ilegítimas y la corrupción.
En esa democracia no había lugar para el murmullo popular, ya no se diga para el debate sobre las finalidades de la vida colectiva. Así, la idea de esa democracia se les convirtió en una especie de Estado ahistórico universal al que había que acceder sólo para ser modernos. El libre mercado y las elecciones eran, como dijo Fukuyama, “la forma final del gobierno humano” porque sí, porque habían ganado su derecho a la eternidad incuestionable. Ambas se convirtieron en legitimaciones del orden previamente establecido y no como una cierta organización del disenso y los conflictos. Había jueces, pero no ágora.
Mientras tanto, la democracia mexicana está todavía llena de fraudes en las elecciones, de oscuridad en las decisiones, de corrupción sin el menor asomo de escrúpulos. Entonces, los intelectuales inventaron términos como “transición prolongada” o “gradualismo”, para justificar que el país no accediera nunca a la tan moderna democracia. Y es que, si es sólo un procedimiento, la democracia no necesitaba ser un producto de la sociedad, sino de las reglamentaciones. Podía ser, por lo tanto, impuesta, no creada. Para la burocracia estatal tuvieron la idea de crear una burocracia “civil” –académica– que la revisara.
Y, ante el levantamiento cultural, como el del zapatismo de 1994, no tuvieron más argumento que el que usaron antes contra el cardenismo de 1988: anacrónico, agrario, que mira al pasado, pre-moderno. Ahora, ante la emergencia de una voluntad popular en las urnas, todo lo reducen de nueva cuenta: es una persona, Andrés Manuel, no lo que encarna para el ágora de millones. Es su biografía de estampita o su personalidad lo que usan para encubrir que la de 2018 no fue una elección más, sino un evento que desmadejó las coordenadas de lo político. Como escribió Hannah Arendt al revisar el reclamo justiciero de Hesíodo ante los ciudadanos reunidos: “Nuestra herencia no proviene de ningún testamento”.