De acuerdo con el reporte más reciente del banco central estadunidense, la Reserva Federal (Fed), durante los dos años transcurridos del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, ciudadanos y empresas mexicanos han transferido 21 mil 88 millones de dólares a cuentas bancarias en Estados Unidos, hasta alcanzar 93 mil 618 millones de dólares, el segundo mayor monto desde que se tiene registro. Estas cifras hacen de los connacionales los latinoamericanos con más dinero en el sistema bancario estadunidense, con una diferencia tan amplia que el segundo país en la lista, Brasil, apenas supone la tercera parte de los depósitos mexicanos, pese a que la economía brasileña es casi 50 por ciento mayor.
Para dimensionar el significado de estas cifras, puede citarse que los 21 mil 88 millones de dólares enviados al norte del río Bravo equivalen a 84 por ciento del saldo de la deuda externa del gobierno federal, a más de la mitad de las remesas familiares que ingresaron en 2020 y a más del total de las exportaciones agropecuarias y petroleras.
El río de dólares que año con año fluye hacia Estados Unidos desde las cuentas de los mexicanos ricos tiene su contraparte en la existencia de 60 millones de personas que viven bajo la línea de pobreza –y que podrían sumar casi 10 millones adicionales a consecuencia de la pandemia–, en la casi total ausencia de inversión privada en investigación y desarrollo que estimulen el crecimiento a través de la innovación, o en la conversión forzosa de México en una de las economías con los sueldos más bajos, precarización que a su vez empuja a millones de trabajadores a la informalidad, en un círculo vicioso en el que la falta de oportunidades alimenta a la informalidad y ésta obstaculiza la creación de empleos estables.
Escaso sustento encuentra el argumento según el cual este éxodo de capitales se debe a las políticas de la Cuarta Transformación: en diciembre de 2018 los mexicanos acaudalados ya tenían 72 mil 530 millones de dólares en los bancos de Estados Unidos, pese a décadas de gobiernos neoliberales que privilegiaron a los inversionistas por encima de cualquier otro actor económico, al extremo de sacrificar las finanzas públicas y las condiciones de vida de la inmensa mayoría de las familias en aras del manido “clima de negocios” y la “certidumbre para las inversiones”.
Este patrón de conducta muestra que de nada sirvió satisfacer hasta la más leonina exigencia de los grandes capitalistas, desde la destrucción de los derechos laborales mediante el outsourcing, hasta la renuncia de facto al cobro de impuestos, pasando por la entrega de la riqueza petrolera; pues incluso en esas condiciones inmejorables para el enriquecimiento, las ganancias fueron exportadas y no reinvertidas en la nación que las generó. Queda claro que, contra lo que machaca la propaganda proempresarial, una parte sustancial de los millonarios poco aporta a los esfuerzos de la sociedad mexicana para superar sus rezagos históricos y construir una economía incluyente y sostenible.