Existe música de naturaleza misteriosa, encanto irresistible, magia, furor. Tiene la hondura, por ejemplo, de las atmósferas de Pedro Páramo, novela de Juan Rulfo, o los poemas de William Blake. O el aroma de una rosa.
A ese orden pertenece una miniatura de dimensiones colosales, se titula Canope, y la escribió Claude Debussy en 1913.
Todo su poder descomunal, su capacidad de atraparnos en un hechizo, crece de manera exponencial en las manos de un joven islandés: Víkingur Ólafsson.
Esa pieza es el Preludio 10 del cuaderno 2 de la magna obra de Claude Debussy, titulada 24 preludios, ordenados en dos libros. Cada preludio recibe un nombre y un número, ya al principio, ora al final de cada pieza, y eso constituye un acertijo para musicólogos que se devanan los sesos por descifrar.
En realidad, ese Preludio 10 es muy sencillo. En apariencia.
Y en eso consiste una parte de su encanto.
Es una obra muy corta, pero posee esa magia de lo inagotable, de lo que no tiene fin, o las variantes topográficas de un Anillo de Moebius.
Dura casi nada y puede durar días enteros y sus largas noches.
El amigo de Debussy, Erik Satie, ejercía enorme influjo en el pensamiento del autor del preludio que hoy nos mantiene en ensoñación: Canope tiene intensas y profundas conexiones con las más luminosas y atractivas obras de Satie.
De hecho, Canope nos recuerda mucho a Vexations, que tiene solamente 18 notas, pero su autor, Erik Satie, escribió en la partitura la indicación: tocar 840 veces, de la siguiente manera: “Para tocar 840 veces este motivo, será bueno prepararse con antelación, y en el más profundo silencio, para la más intensa movilidad”, y así la obra puede durar días enteros.
John Cage fue el primero en organizar un maratón con esa partitura: convocó a sus colegas y el estreno duró 18 horas 40 minutos. La más reciente experiencia alucinante la ejecutó Igor Levit en la sala de su casa: 20 horas de un “grito silencioso”, como documentó Alondra Flores, reportera de La Jornada, en la crónica publicada el primero de junio pasado. “Para mí –cita Alondra a Igor–, Vexations es un retiro de silencio y humildad. Refleja un sentimiento de resistencia”, en referencia a la cuarentena que guarda el mundo.
Su partitura gemela, Canope, de Debussy, cumple el mismo destino: es un grito de silencio en momentos difíciles y nos da esperanza, nos alivia, nos procura fe. Invito a usted, hermosa lectora, amable lector, a cumplir este ritual, disponible en Spotify en la modalidad en boga: piezas soltadas al viento de manera paulatina, como deshojar una margarita, pasar las hojas de un libro, cerrar los ojos y ponernos en acción: meditar.
Canope discurre como una canoa en lago calmo.
En la plataforma Spotify, si usted teclea Víkingur Ólafsson, oprima el botón “seguir” y luego “reproducir”, sonarán las piezas más recientemente grabadas por ese pianista fuera de serie, una de ellas, por supuesto, es Canope.
Es un set de cuatro tracks: 1) la partitura original, interpretada por Víkingur Ólafsson; 2) Una versión grabada en casa, por el propio Víkingur; 3) la pieza titulada K.A.H.D., escrita por Christian Badzura, y 4) esa misma pieza, en versión grabada en casa.
Observaciones: se trata de cuatro piezas que nos elevan al éxtasis; las versiones caseras tienen un fondo con ruidos que nos ubican, al parecer, en una cabaña, colocando leños en la chimenea, el crepitar de la chimenea y nuestra respiración mientras meditamos.
Cuando terminó de sonar este set, la magia del algoritmo me condujo a un prodigio: una obra titulada A Jóhann, de Víkingur Ólafsson.
Observaciones a las observaciones: el carácter contemplativo de estas piezas son una meditación dentro de la meditación, un sueño dentro de un sueño, una matriushka dentro de un hada. La pieza titulada A Jóhann es un homenaje de Víkingur a su hermano del alma, el compositor islandés Jóhan Jóhannsson, autor de música más allá de lo sublime, fallecido trágicamente hace dos años y medio.
Más observancia: el compositor de la pieza K.A.H.D., Christian Badzura, es un tesoro: desde hace años es el productor estrella de la música nueva en la disquera alemana Deutsche Grammophon y entre sus colaboraciones destacan los álbumes prodigiosos de, exacto: Jóhann Jóhannsson y ahora de Víkingur Ólafsson.
El vocablo canope proviene del nombre de la ciudad donde falleció Canope, el piloto de Menelao, en la antigua Grecia. Se utiliza para designar esas piezas de arte: vasijas donde en la antigüedad, en Egipto, se depositaban las vísceras de los cadáveres momificados, lavadas y embalsamadas, para mantener a salvo la imagen unitaria del cuerpo humano.
Que Debussy haya escrito la palabra canope en la partitura de su Preludio 10 del cuaderno 2 de sus 24 Preludios, es un enigma para musicólogos y motivo de fascinación para los escuchas concentrados en la belleza enigmática de esa música exquisita.
Richard Hoffman, por ejemplo, encuentra una forma narrativa en esa obra y escribió al respecto un largo y apasionante ensayo musicológico y literario.
La obra de Debussy, harto sencilla, está construida en bloques y su magia reside en el procedimiento acumulativo de energía, lo cual da una sensación repetitiva, como el oleaje marino. Es hipnótica, profunda, llana y pura. Fascina a mares.
Entre las muchas sensaciones agradables que causa en el escucha, está una serie de gradaciones de color.
Color. He ahí el meollo de todo este asunto.
Y otra clave para desenmarañar este misterio: la portada del nuevo disco de Víkingur Ólafsson, que es la materia subyacente del Disquero de hoy, es un retrato del pianista y da la impresión de que está pintando con los dedos: colores fascinantes.
Víkingur Ólafsson posee elevadas capacidades sinestésicas. No solamente escucha colores, hace sonar colores.
La sinestesia es una condición de privilegio. Quienes la hemos cultivado (todos somos sinestésicos en potencia), nos acercamos un poco más al misterio de la obra Canope al escucharla: colores tenues, tonos pastel, nunca brillantes, en ningún momento opacos, siempre sonrientes.
La belleza rotunda de Canope, aproximaciones: es como las Gimnopedias de su amigo Erik Satie, pero aún más bella. Mejor, es hermana gemela de las Gnossedias de Satie.
Su cantinela de canoa, su sinuosa sonrisa, su aroma tan exótico, su halo mágico, su aura de arcoíris, su manera de avanzar semejante al nado silencioso de un pez multicolor en un estanque japonés. Todo en esta pieza, Canope, es elevación y profundidad, alfa y omega, ying y yang.
Al escucharla, uno se transporta de inmediato a los confines del tiempo y del espacio, observa colores al escuchar sonidos lo mismo con ojos abiertos o cerrados.
Entre las capacidades sensoriales de privilegio que comparte Víkingur Ólafsson, hay otra condición que lo hace único y al mismo tiempo explica un epíteto repetido por la prensa nórdica: “el Glenn Gould islandés”.
Ambos pianistas geniales, Víkingur y Gould, poseen oído absoluto, condición de nacimiento asignada a pocos en la especie humana.
Lo que los emparenta, además, es la capacidad que tienen ambos de interpretar a Bach de manera nueva, diferente, única, fresca y amorosa y aromática.
Dije Glenn Gould (1932-1982). La reportera Katie Hofner escribió un libro maravilloso: Romance en tres patas, que acaba de publicar en México Elefanta Editorial y que será tema de nuestro próximo Disquero: la biografía del piano de Glenn Gould. Los libros de música escritos por reporteros son una garantía.
Por lo pronto, disfrutemos el embrujo de Canope, en el armatoste de madera y cuerdas que hace sonar con su oído absoluto y sus poderes sinestésicos el mago islandés Víkingur Ólafsson.
En un juego de palabras con el filme irónico budista de la maestra alemana Doris Dörrie: iluminación garantizada, podemos firmar un cheque en colores con la afirmación: trance garantizado cuando escuche Canope, una de las más recientes grabaciones de Víkingur, cuyo reciente disco, Debussy-Rameau, será también objeto de una próxima entrega.
Feliz trance.