“Cauduro hace posible vivir en la muerte, porque cuando crea, genera la posibilidad de que ninguna parte es ahí”. Carla Hernández Esquivel
Nació en la capital de México el 18 de abril de 1950, perteneció a una familia de seis hermanos. Con mucha distancia entre las edades de cada uno, se acostumbró a jugar solo. El dibujo fue una de sus mejores posibilidades de entretenimiento e interés, más aún al no tener ninguna atracción por la instrucción escolar. Su refugio fue el lápiz, algo que ha definido como “un autismo de carboncillo”, ya que el aula no tenía nada que ver con su curiosidad. El talento nato y las muchas horas de práctica lo convirtieron muy pronto en un gran dibujante. Tuvo una influencia importante para perfeccionarse: las obras ilustradas de La divina comedia con trabajo del artista Doré, lo que también lo aproximó a un elemento fundamental de su obra: el erotismo. Hoy su trabajo tiene reconocimiento internacional, su obra sigue ofreciendo sustancia temática, y su paso por el geometrismo, la caricatura o el mundo abstracto, ha encontrado otros niveles de expresión. En la obra de Rafael Cauduro, permanece la constante oportunidad de un nuevo e inquietante asombro.
Dibujar la infancia
Del dibujo a las primeras pinturas con aplicaciones de cera, Cauduro fue encontrando en la experimentación con materiales una necesidad de investigación, para saber cómo lidiar con acrilatos o pigmentos sólidos. Después llegó la formación académica con la licenciatura en arquitectura y diseño industrial. El estudio del arte clásico fue un paso importante, tanto como lo fue el paso posterior: el aprecio del arte comercial, el de la publicidad, el arte gráfico, el graffiti y, particularmente, el cómic. Las viñetas como arte mínimo y síntesis de contenido, eran algo muy atractivo, pero igualmente un reto complejo para hacerlo en forma personal sin un equipo de producción editorial. Intentó adaptar Los demonios de Loudon, de Aldous Huxley, proyecto que abandonó después de un año, pero cuyo progreso le dio un panorama sobre la síntesis de mensajes, manejo de formas y texturas, un auténtico laboratorio de trabajo.
Andando las urbes entre los polvos que no siempre moldean las huellas de sus andantes, el artista fue comprendiendo las condiciones icónicas de cada mensaje simbólico en los carteles publicitarios, los anuncios de rock, los vidrios rotos, las paredes que pierden segmentos de pintura como un otoño de destrucción interna. La madera despostillada es un lienzo, acaso tan elocuente como los hierros marchitados de los vagones de tren, las fachadas viejas, los pizarrones, las telas, los carteles o los azulejos partidos de los que surgen figuras de alguna memoria inaprensible, quizá sólo visible en la narrativa pictórica de Cauduro. Sus murales Escenarios subterráneos (de Londres y París), instalados en la estación Insurgentes del Metro de la capital del país, son una postal máxima de ese universo.
La permanencia artística del deterioro
Rafael Cauduro se interesó por los objetos y su relación con el ser humano, de donde nace una visión completa del mundo a través del concepto del deterioro. Lo que los humanos crean establece manufactura, pero también limitación. Los seres se van y las cosas permanecen. Construcciones y objetos abandonados alcanzan otra significación en nuevas manos, con nuevos habitantes. Grietas, yerbas silvestres o pinturas escurridas dan otro rostro a una casa, donde también queda el imprimátur de las escenas y los personajes que cruzaron su espacio. Fantasmas permanentes tras un cruce efímero, su fugaz devenir en el tiempo. La memoria es entonces reiteración de lo transitorio. De esas reflexiones surge también la técnica del hiperrealismo, si bien él prefiere verlo como el encuentro de la realidad con la ficción. La mujer que se recuerda sigue en una pared, capturada en el recuerdo que parece vivo. Y llegan piezas maestras como Lección de Caravaggio (1993), donde se combina el arte clásico barroco con la modernidad y el estilo propio, fusionando el trazo reconocido de Caravaggio en tiza de pizarrón, parte de la sustancia más profunda de su obra.
Para la crítica de arte Raquel Tibol ( Rafael Cauduro. Simulación y melancolía, Revista Proceso, 10 de agosto de 1991), el artista rebasaba la realidad con otra aspiración semiótica: “El factor hiperrealista emerge para seguir jugando a las supuestas verdades con el espectador, aspiración del realismo de todos los tiempos. En sus complejos ejercicios de construcción-destrucción, y en la práctica de un ‘más verdadero que real’ (que David Alfaro Siqueiros predicó antes que los hiperrealistas), Cauduro da prioridad a dos argumentos: la sensualidad y la sexualidad”.
El artista hace su sendero para escapar de la repetición pedestre y el copiado industrial, registrando su propia poética. Es algo que se encontró en la calle, la otra gran academia del arte. El deterioro tiene un sentido de permanencia. Uno envejece, muere y el objeto puede seguir igual 200 años después, lleno de capítulos que una pintura puede captar. Algo nuevo es inerte, conforme se oxida se mancha, se humedece, entonces vive, tiene una historia qué contar, y le nace musgo, hongos, flores; experimenta su regreso a la naturaleza, poniendo en orden lo que las personas violentan.
En su obra los seres humanos se integran con lo que las cosas son. De repente hay figuras que se vuelven parte de las paredes, de las maderas, de los muebles… hay un mimetismo que tiene parámetros base, como no pintar cosas orgánicas, siempre son objetos. El camino de las personas y los objetos van en un camino opuesto, como afirma el artista. “Hay una paradoja ahí: nosotros nacemos vivos y cada día nos estamos muriendo; los objetos nacen muertos y ese deterioro es la vida de los objetos”.
El ballet del tzompantli
Para un artista como Rafael Cauduro, la concepción creativa tiene necesariamente que fundamentar un discurso, una idea que sea el verdadero ariete de lo que sus líneas y texturas provocan ante los admiradores de su obra. No basta la maestría exquisita o la imponente monumentalidad de ladrillos segmentados y el gran montaje. Donde escurren óxido, corrosión y arena, Cauduro define los límites del discurso. Es la unidad compacta, pero completa, que tiene algo qué decir. En una cultura adoctrinada por el conflicto de los ritos y cultos de la herencia prehispánica y el cristianismo, los mexicanos accedemos de otra forma a la observación del dolor y su posterior expiación.
En su obra también están el ballet o los ferrocarriles, tan importantes como los cráneos de evocación prehispánica. Hay experimentaciones con el vidrio para semejar el mármol fragmentado, los usos del color en los múltiples tipos de pigmentación, orientaciones de la luz para definir matices que emulan efigies de fervor religioso, los personajes como espíritus emergidos de las historias que los objetos podrían contar, en ocasiones como trazos perfectos, en otras como los estudios de borradores con materiales corrosivos, delineados en la idea de la perpetuidad que no llega, los elementos de escenas que no queremos olvidar, como los fantasmas que permanecen porque los habitantes se han olvidado de dejarlos descansar, o los “altares celebratorios” del tzompantli y las muchas interpretaciones desde que estaba en la entrada de los pueblos hasta convertirse en centros de celebración. Abundan cráneos, esa vigencia de la muerte, porque entre visiones, sueños e irrealidad, es la permanente certeza.
La gran exposición De ángeles, calvarios y calaveras, la cual tuvo gran éxito en el Palacio de Bellas Artes en 1995, puso en su sitio la estatura de su arte con la atención de la crítica y el conocimiento de un público nuevo que abrazó para siempre el conjunto de su obra. Ésta ha andado el mundo, además de ocupar espacios tan importantes como los de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, recinto en el que hizo los murales Siete crímenes mayores. Se trata de una impecable visión crítica de la justica en México. “La justicia existe, porque existen los crímenes”, y los colores hacen crudeza de los dolores, con los casos hacinados en el exceso burocrático y los archivos no codificables de los casos que difícilmente hallarán verdad y justicia.
Para la obra de Rafael Cauduro aplica una máxima sentenciada por Vasili Kandinski en De lo espiritual en el arte: “Cualquier creación artística es hija de su tiempo y, la mayoría de las veces, madre de nuestros propios sentimientos”. Nadie puede salir igual después de apreciar un cuadro de Cauduro, dueño de su tiempo, con la poderosa fuerza de sacudir nuestra sensibilidad.