En días pasados, la violencia asociada a la impunidad volvió a hacerse presente en el panorama nacional con la noticia del asesinato de 19 migrantes en Camargo, Tamaulipas. Como resultado de las investigaciones, se sabe que la masacre se produjo en el marco del operativo Frontera Chica y en ella estuvieron implicados el Grupo de Operaciones Especiales, la Policía Estatal y la Secretaría de Seguridad Pública, cuyos miembros habrían recibido la orden de asesinar a quienes circulaban en la camioneta donde viajaban los migrantes, tras lo cual se les habría mandado incendiar la camioneta para borrar la evidencia.
Lamentablemente este caso no es inédito, hay que añadirlo a una lista más amplia de hechos en los que las instituciones de seguridad son responsables directas de crímenes y violaciones graves a los derechos humanos. Lo ocurrido en Camargo es un reflejo más de la crisis institucional y de seguridad pública que padece el país, y es expresión también de la histórica colaboración o infiltración de los intereses del crimen organizado en las policías e instituciones públicas.
La tragedia de Camargo confirma que la frontera norte y las rutas de migración son territorios en disputa por los cárteles del crimen organizado y que la institucionalidad del Estado ha sido cooptada por esas organizaciones.
Inevitablemente, las dolorosas imágenes de Camargo nos hacen revivir la tragedia ocurrida hace una década a pocos kilómetros de ahí, cuando 72 migrantes fueron asesinados por el crimen organizado en el poblado de San Fernando, también en Tamaulipas. Las investigaciones de aquel caso nos permitieron conocer que la policía municipal en aquel agosto de 2010 estuvo previamente informada y brindó protección para la consumación de los secuestros. Duele aún más saber que ninguna de las 81 personas señaladas en su momento por tener relación con el caso ha sido condenada por la masacre.
El caso de San Fernando, que debió servir para conjurar posteriores tragedias, ha acabado convirtiéndose en la premonición no sólo de la masacre reciente de los 19 migrantes, sino de la vejación y frecuente muerte de muchos otros que siguen intentando atravesar los territorios fronterizos de México hacia Estados Unidos. Así ha ocurrido porque, mientras la impunidad siga siendo la realidad de nuestros sistemas de justicia, se envía un mensaje de aliento para la reproducción de este tipo de mecanismos de control territorial de bandas criminales que actúan en contubernio con instituciones de los distintos niveles de gobierno. Lamentablemente, no es sólo San Fernando, ni Camargo, sino muchos otros territorios que se encuentran sometidos a entornos de macrocriminalidad, donde los andamiajes del crimen organizado se funden con los de la institucionalidad pública.
Para ilustrar el carácter expansivo de dicho proceso, baste recordar historias que han evidenciado la presencia de la macrocriminalidad en otras zonas del país, como el de los cinco jóvenes desaparecidos en Tierra Blanca, Veracruz, al ser detenidos por policías estatales y luego entregados al crimen organizado; y, desde luego el caso Ayotzinapa, probablemente el hecho más emblemático, pues exhibe las mismas características de colaboración con el crimen organizado de elementos municipales y estatales, e incluso de policías federales e integrantes del propio Ejército Mexicano.
El tema, como hemos señalado antes en este espacio, no es sólo un asunto de seguridad, sino que compromete numerosos ámbitos de la institucionalidad pública y cuestiona profundamente nuestra calidad democrática. La criminalidad fortalecida desde el Estado o macrocriminalidad, ha sido ampliamente estudiada por numerosos teóricos, como el jurista alemán Kai Ambos, que la define como aquella estrategia de control político y territorial que comprende el trabajo conjunto de poderes políticos, económicos y armados. De acuerdo con esto, crimen organizado e instituciones públicas trabajan en conjunto para la consolidación de los intereses de los cárteles en territorios específicos, constituyendo así no sólo una complicidad espontánea entre Estado y organizaciones criminales, sino toda una empresa criminal cuyo trabajo para el control territorial se lleva a cabo de manera premeditada y muy bien articulada.
Así, la conjunción de macrocriminalidad e impunidad se convierte en la clave para entender mejor las dimensiones y la complejidad de la crisis institucional que permite la reproducción de graves violaciones y crímenes de lesa humanidad. Las estrategias de combate a la inseguridad deben, por tanto, atender de manera estructural e integral las múltiples violencias que aquejan nuestro país, especialmente las que se perpetran sobre las poblaciones más vulnerables, como las personas migrantes.
Tragedias como la ocurrida en Camargo dan cuenta de que la Guardia Nacional como apuesta principal del actual gobierno para contener la violencia en el país, es no sólo insuficiente, sino errada, pues enfatiza un enfoque reactivo de atención a la violencia como si ésta se tratase de un hecho de generación espontánea y no la consecuencia de la infiltración del poder público y privado por el crimen organizado. En un país de fosas, donde se fabrican verdades y numerosas instituciones han sido cooptadas, una mayor presencia militar en las calles no va a garantizar mayor seguridad. Es necesario repetirlo una vez más: el fortalecimiento de las instituciones acompañado del desmantelamiento de las redes ilícitas tejidas entre poderes políticos, económicos y delincuenciales, debiera ser el punto de partida para recuperar los vastos territorios de nuestro país que hoy se encuentran secuestrados por la macrocriminalidad.