Como el capitalismo no puede armonizar los objetivos sociales de la producción con sus objetivos privados, requiere de un régimen jurídico adecuado que lo regule y ordene. En relación con el derecho humano al agua, ¿qué régimen permite su realización en plenitud? ¿Quiénes deben presidir y ejercer dicho régimen?
Hay un fiero debate en México en torno a estas preguntas. Hace ocho años, antes del derrumbe del narcoestado mexicano, que siempre simuló ceder a las presiones internacionales neoliberales y así aprovechó sus modos de legitimación, los legisladores del momento reformaron el artículo cuarto de la Constitución para incluir un derecho humano al agua y al saneamiento, y en un transitorio mandaron la pronta elaboración de una Ley General de Aguas que lo reglamentara. Pero luego, y hasta ahora, el Poder Legislativo no supo qué hacer con su propio mandato. ¿Por qué? El problema se resume en que el derecho humano al agua, bien interpretado, no es compatible con la corrupción sistémica que el neoliberalismo impuso a los mexicanos.
Hubo una vez en México un artículo 27 constitucional revolucionario. Una de las acciones más astutas del salinismo fue quitarle ese carácter y convertirlo en la base de la legalidad neoliberal. Los salinistas partieron de un consenso histórico: la nación tiene la propiedad inalienable de las aguas y, a través del Poder Ejecutivo, la facultad de conceder derechos de usufructo a los actores privados, si ello es de utilidad pública. La clave, por tanto, está en determinar qué es la utilidad pública. No sin genio e ingenio, los salinistas cambiaron el sentido original del concepto en formas que aún sorprenden a muchos. Con base en ciertos teoremas de la teoría económica hegemónica, separaron jurídicamente las dos fuentes de bienestar social que provienen de la producción: la eficiencia económica y la distribución equitativa de la riqueza, y abandonaron la atención real del Estado a la segunda fuente. Concretaron esta acción dando acceso no regulado a los capitalistas a los bienes comunes que la nación había colocado en las manos de sus propietarios originales: la tierra y los bosques en manos de las comunidades y los ejidos, y el agua en las del mismo Estado. Así sentaron bases firmes para que el agua, un bien con funciones y funcionamientos complejos, fluyera en dirección a la acumulación de capital. Pronto emergió una oligarquía del agua o hidrocracia, que no dudó en invertir en corrupción, despojo y sobrexplotación para apropiarse de ganancias extraordinarias y concentrar grandes cantidades del bien unas en pocas manos. Así se descompuso la gestión pública, se generó una creciente escasez de agua (en mucho producida por la vasta contaminación), se formó un mercado del agua poco organizado y lleno de irregularidades, pero cada vez más extenso y, por supuesto, se consolidó el poder económico y político de la misma hidrocracia.
La Cuarta Transformación combate toda forma de corrupción del Estado y el mercado, haciéndose cargo directamente de la provisión de los derechos humanos, en alianza estrecha, no corporativa ni asistencialista, con las comunidades y la ciudadanía. Respecto del derecho humano al agua y saneamiento, se requiere de una gestión que no separe su uso eficiente de su distribución equitativa. Siguiendo este principio, los actuales legisladores pueden avanzar con paso firme en formular la nueva Ley General de Agua. Pero han de contestar una pregunta: ¿cuáles deben ser los límites de la intervención pública en defensa del derecho humano?
Los expertos en derecho internacional establecen tres niveles de obligación del Estado respecto al derecho humano al agua. Un primer nivel mínimo lo obliga a brindar a cada individuo acceso inmediato a la cantidad de agua que necesita para satisfacer sus necesidades más urgentes para sobrevivir, esto es, para beber y evitar riesgos inminentes a la salud. Este nivel de obligación sólo aplica en casos excepcionales y pasajeros de escasez absoluta o amenazas a la seguridad nacional, por ejemplo, en caso de guerra. Un segundo nivel, denominado núcleo del derecho, obliga al Estado a garantizar a cada persona la cantidad de agua necesaria para mantener estándares dignos de vida y de protección de su salud, de tal modo que pueda gozar de la protección del resto de sus derechos. Este núcleo define un piso estructural de obligaciones que el Estado debe satisfacer de inmediato y del cual debe partir para, progresivamente, en función de las condiciones económicas y políticas, alcanzar el tercer nivel: la plena realización del derecho humano al agua. Es decir, el derecho internacional no considera que el núcleo satisfaga la realización plena del derecho humano al agua.
México es la decimoquinta economía del mundo: no es un país rico, pero tampoco pobre. Sus recursos materiales y humanos permiten perfectamente –en ausencia de corrupción y con la solidaridad fiscal de todos los mexicanos– ir más allá del núcleo del derecho humano al agua y avanzar decididamente en un camino progresivo. Ello supone la provisión directa del Estado de los bienes y servicios necesarios para avanzar por tres rutas: 1) el derecho al agua para la vida personal digna; 2) el derecho al agua para la conservación de los ecosistemas y su biodiversidad, y 3) el derecho al agua para garantizar un ingreso digno para todas las personas. El legislador debe emitir una ley general de aguas que norme el núcleo del derecho e incorpore los elementos institucionales necesarios para que los gobiernos y las comunidades puedan avanzar rápidamente en estas tres rutas para converger en la plena realización del derecho. Para ello será necesario neutralizar el contenido neoliberal del artículo 27 constitucional y derogar su ley reglamentaria en materia de agua, la Ley de Aguas Nacionales. La obligación del legislador es garantizar que esto ocurra; la del pueblo, vigilar que lo haga.
* Investigador del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM