La casa Christie’s concretó ayer en París la subasta de 40 piezas prehispánicas, 33 de las cuales presuntamente proceden de yacimientos ubicados en el actual territorio mexicano. En términos comerciales, el remate denominado Quetzalcóatl: serpiente emplumada fue un éxito: la operación permitió recaudar 2.53 millones de euros, “la mayor suma de arte precolombino de Christie’s en París”, de acuerdo con la propia firma. En términos legales y éticos, se trató de un acto de piratería perpetrado a la luz del día, gracias al amparo que la legislación francesa provee para traficar con el patrimonio cultural de las naciones como si fuese una mercancía cualquiera.
En efecto, lo primero que resalta en la subasta es el hueco legal que permite la continua realización de eventos en los que se ofrecen al mejor postor piezas arqueológicas cuya procedencia es, en el mejor de los casos, dudosa, y en el peor, francamente delictiva. Por una parte, el tratado de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, por sus siglas en inglés) contra el tráfico de piezas culturales de 1970 no es retroactivo, por lo que las casas de subastas presentan –de manera real o simulada– las piezas como extraídas de sus lugares de origen antes de ese año, y de este modo evaden la sanción internacional. Por otro lado, Francia considera que estas transacciones pertenecen al ámbito del derecho mercantil, lo cual limita las atribuciones de las autoridades para intervenir. Por último, la ausencia de convenios bilaterales entre México y París impide que se pongan en marcha mecanismos como los que tendrían lugar si los remates se efectuaran en Estados Unidos.
Más allá de particularidades y obstáculos jurídicos, la compraventa del patrimonio cultural material es un mercado infame que nutre el saqueo arqueológico y de esa manera contribuye a la devastación histórica, cultural y científica, al tiempo que constituye un despojo a la identidad de los pueblos. Cuando un objeto arqueológico no es debidamente extraído y documentado en su contexto, se destruye o degrada severamente su significación científico-cultural, dejándole un mero valor fetichista destinado a saciar la ambición del coleccionista. La pieza que llega así al mercado poco ayuda a la comprensión del pasado y al siempre urgente diálogo intercultural.
Para colmo, objetos como los que fueron ofrecidos ayer por Christie’s o en 2019 por la también francesa Millon sólo pueden pertenecer a dos categorías: o son falsos o son robados. En el caso actual, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) reportó que al menos tres de las piezas eran “de reciente manufactura”; es decir, falsificaciones, lo cual no impidió que fueran colocadas a precios mayores de los esperados. Falsas o auténticas, las alegaciones de la casa de subastas en torno a la legalidad de la operación resultan insostenibles, toda vez que las leyes mexicanas son taxativas: ninguna pieza puede ser comerciada, sin excepciones, y ninguna puede abandonar el territorio nacional sin una autorización explícita, que evidentemente no se otorgó. Como indicó el director general del INAH, Diego Prieto, las empresas que rematan estos tesoros cometen nada menos que un “lavado de bienes culturales”, pues otorgan títulos de posesión sobre objetos obtenidos ilegalmente.
Es ineludible concordar con el funcionario en que los esfuerzos emprendidos para la protección y recuperación de bienes arqueológicos mexicanos no son una lucha estéril, por más que resulte “larga, difícil, compleja” y deba desplegarse en un entorno desfavorable y asimétrico. Lejos de abandonar esta tarea, es necesario impulsar acuerdos y legislaciones internacionales que pongan fin a la piratería del patrimonio cultural y lleven a la devolución de los objetos que ya han sido saqueados.