Joan Robinson (1903-1983) dijo una vez: “Cualquier gobierno que tuviera tanto el poder como la voluntad de remediar los principales defectos del sistema capitalista tendría la voluntad y el poder de abolirlo por completo”. Tenía razón. Los gobiernos de las sociedades capitalistas operan sobre la base de relaciones de producción capitalistas, definidas por la propiedad privada de los medios de producción y el trabajo asalariado. Una relación social de peso completo en la arquitectura organizativa de los estados.
Esa, u otras ideas similares, ha llevado a algunas izquierdas a la conclusión de que todos los gobiernos constituidos por sociedades capitalistas “son iguales, son lo mismo”. Un debate sin fin. La tragedia más extrema de los humanos es el capitalismo. Este régimen social produce seres de tal manera informes y deformes que apenas pueden ser reconocibles como humanos: los mismísimos capitalistas; no se reconocen a sí mismos como parte de una sociedad donde la inmensa mayoría es, a sus ojos, chusma.
Pero si en nuestros días no está a la vista la posibilidad del “asalto al Palacio de Invierno”, los caminos de la remontada pueden ser incontables. En todo caso, siempre será obra de los explotados y los excluidos mismos, o no será. Y que así sea exige una enorme masa de conocimiento derivada de sus propias luchas y experiencias. Se trata de luchas y experiencias libradas por su vida, la vida de cada día, no una batalla en singular que terminaría de un solo golpe con el régimen social que los oprime.
Si es ese el carácter de sus luchas, entonces la organización y políticas de los gobiernos importan, porque ese es el medio de mayor poder para mejorar la vida de los oprimidos realmente existentes, aunque no sea el único medio. Las izquierdas pueden coadyuvar en esas luchas y en preservar una mirada estratégicamente anticapitalista, por necesidad siempre cambiante en una sociedad mundial integrada como nunca lo había estado en el pasado.
Ayudar también a no oír el canto de las sirenas liberales, donde todo ocurre como si viviéramos en una sociedad de ciudadanos “iguales”, como si no fueran obvias sus ficciones jurídicas; el mundo concreto en el que vivimos hay explotados y explotadores; hay incluidos y excluidos; hay los de arriba y los de abajo. Modificar el balance entre unos y otros pasa por el poder del Estado que, así visto, es un campo de lucha donde hay un gran espacio para los cambios, siempre con el límite formidable de las relaciones de producción capitalistas.
Así, no parecería necesario insistir en que no es lo mismo el Estado de bienestar de la posguerra, construido en un número reducido de países de altos ingresos, que el Estado neoliberal que eliminó al del bienestar. La acumulación histórica de experiencias de cambio, en todo momento y lugar, pide el desarrollo de luchas por la ampliación permanente del bienestar de los oprimidos.
El Estado neoliberal convirtió a las sociedades en espacios donde ha prevalecido una brutal ley de la selva. Sin ápice de exageración ninguna. Los de arriba se volvieron mucho más fuertes porque cambiaron las instituciones y las leyes con ese propósito, desmantelaron los programas sociales y privatizaron los bienes públicos. Y lo hicieron con un discurso donde sus crímenes de lesa humanidad aparecen como formas “naturales” donde la vida espantosa de las mayorías es responsabilidad de ellas mismas. Cada quien es arquitecto de su propio destino, dice el adagio vándalo individualista, ciego al carácter rotundamente social de la existencia humana.
En 2008 el mundo sufrió una crisis extrema, enfermo hasta los huesos de capitalismo neoliberal corrupto. Pero las sociedades del orbe no pudieron entonces, especialmente sus enormes capas de excluidos, cambiar el rumbo. El capitalismo de la pospandemia debiera ser oportunidad de organizar rutas diferentes, cambiar el balance de poder, volver a hacer de lo público un espacio de crecimiento permanente orientado por el bienestar de todos sin dejar atrás a nadie. Nos falta –claramente– organizar el control social de lo público.
La salud, el alimento, la educación, el techo, el vestido, el agua, la electricidad, la Internet, el hábitat a salvo, tienen que ser gestionados y proveídos como bienes públicos para todos, sin dejar a nadie atrás. Los gobiernos han socializado riesgos de todo tipo y han privatizado los beneficios; no más, no debe suceder más. En tiempos de necesidad empresarios piden “apoyos”, mientras defraudan al fisco, cometen actos corruptos sin fin, fugan capitales a EU o a paraísos fiscales, despiden a trabajadores los fines de año, pagan por debajo de los miserables salarios oficiales y mil chicanadas más, como lo ilustran en México algunos expedientes delincuenciales, pero en tiempos de vacas gordas exigen que el Estado se repliegue porque la actividad económica es para los privados. El absurdo, creen que la vida es sólo para ellos: no más. Son tiempos de rescribir con urgencia las reglas del juego.