Este 16 de febrero se cumplen 25 años de la firma de los acuerdos de San Andrés sobre derechos y cultura indígena. Muchas cosas han cambiado desde entonces, aunque una permanece: el indigenismo como política de Estado.
Indigenismo es el nombre con que se bautizó a la política institucional destinada a atender a la población indígena. Es, simultáneamente, una teoría antropológica, una ideología de Estado y una práctica de gobierno. Tiene como objetivo central “proteger” a las comunidades indígenas integrándolas con el resto de la sociedad nacional, diluyendo su carácter de pueblo como sujeto histórico. Es una política de los no indios hacia los indígenas, aunque sus artífices puedan pertenecer a alguna etnia.
Uno de sus principales impulsores, Alfonso Caso, pronosticó que en 50 años más ya no habría indios: todos serían mexicanos. No estaba solo en esta empresa. Muchos pensadores, antes y después de él, han visto en la integración a la sociedad nacional mestiza el destino inexorable de los pueblos originarios.
Pese a que la nación mexicana ha tenido desde su fundación una composición pluriétnica y multicultural, sus constituciones no han reflejado esta realidad. Borrar lo indio de la geografía patria, hacerlo mexicano obligándolo a abandonar su identidad y cultura, folclorizarlo, ha sido una obsesión de las clases dirigentes desde la Constitución de 1824. La intención de construir un Estado-nación, de deshacerse de la herencia colonial, de resistir a los peligros de las intervenciones extranjeras, de combatir los fueros eclesiásticos y militares y de modernizarse llevó a priorizar una visión de la unidad nacional que excluía la realidad plurinacional.
Los acuerdos de San Andrés pretendían celebrar los funerales del indigenismo y resolver esta deuda histórica. Su punto central consistió en el reconocimiento de los pueblos indios como sujetos sociales e históricos y el derecho a ejercer su autonomía.
La autonomía es una de las formas de ejercer la libre determinación. Su práctica implica la transferencia real de facultades, funciones y competencias que hoy son responsabilidad de diferentes instancias de gobierno a los pueblos indígenas.
A los diálogos de San Andrés, los zapatistas invitaron como asesor al escritor Fernando Benítez, que había dedicado 20 años de su vida a defender y estudiar a los pueblos originarios y era autor de cinco libros monumentales sobre ellos. El periodista aceptó gustoso la propuesta.
Sus motivaciones eran genuinas. ¿Qué me enseñaron los indios? –se preguntó Benítez al final de su vida. Se respondió: “Me enseñaron a no creerme importante, a tratar de llevar una conducta impecable, a considerar sagrados a los animales, las plantas, los mares y los cielos, a saber en qué consiste la democracia y el respeto debido a la dignidad humana. También a pasar de lo cotidiano a lo sagrado” ( La Jornada, 5/7/95).
Aunque muchos de los problemas que enfrentaban eran los mismos, la perspectiva de lucha de los indígenas que participaron en los diálogos era completamente diferente de los que Benítez describió desde 1960. El autor de Los indios de México los consideraba “la gente más miserable”, “los campesinos más pobres”, “los que viven en las peores tierras de un país de malas tierras”, los que “están siendo invadidos”. Anticipaba la inevitable condena a desaparecer de sus culturas y su sustitución por “los deshechos del industrialismo”. Y se proponía “rescatar lo que queda de los culturas indígenas, antes de que termine este proceso” (https://bit.ly/3p50tRf).
Pero no desaparecieron. Al contrario. Se hicieron más presentes que nunca. Ciertamente, los indígenas convocados por el EZLN, primero a los diálogos y después a la formación del Congreso Nacional Indígena (CNI), sufrían los efectos del colonialismo interno y, por tanto, provenían de comunidades y regiones acosadas por el despojo, la opresión, la explotación y la discriminación, similares a las descritas por Benítez. Sin embargo, lejos de representar a culturas al borde de la desaparición, esos dirigentes eran expresión viva de una formidable capacidad de resistencia y de reinvención de las tradiciones de sus pueblos.
Asistieron a San Andrés líderes de los pueblos originarios surgidos durante la década de 1970, que emergieron a la luz pública a raíz de la insurrección zapatista, al lado de autoridades comunitarias tradicionales. Participaron también destacados intelectuales indígenas, que habían elaborado una riquísima reflexión sobre cómo reconstituir a sus pueblos.
A 25 años de distancia de la firma de los acuerdos y de la fundación del CNI, algunos de los indígenas que participaron en ellos fallecieron. Otros, se han incorporado a las filas de los gobiernos en turno, desde el PAN hasta la 4T. Sin embargo, el movimiento nacido de ese proceso, orientado hacia la construcción de la autonomía y la lucha contra el capitalismo, es más vigoroso y sólido que hace dos décadas y media. Cientos de nuevos liderazgos y decenas de intelectuales (muchas mujeres incluidas) han tomado el relevo generacional.
Dos décadas y media después de pactados, el Estado mexicano sigue incumpliendo los acuerdos de San Andrés. Pero, además, el movimiento indígena autonomista sufre el asesinato de dirigentes, y el impulso, desde el gobierno federal, de un neoindigenismo asistencialista que camina de la mano con la promoción de megaproyectos sobre sus territorios (https://bit.ly/3oXetMs).
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