La polémica congresista republicana Marjorie Taylor Greene abrió la puerta para lo que pudiera ser el principio de una redefinición del Partido Republicano. Por sus explosivas expresiones contra Nancy Pelosi, lideresa de la Cámara de Representantes, diciendo que merecía “un tiro en la cabeza” y “la pena de muerte” por haber iniciado un juicio por el delito de sedición contra Donald Trump, fue expulsada de las dos comisiones legislativas en las que participaba. El argumento es el peligro de que una voz tan desmesurada tenga eco en los comités del Congreso en los que se define la política de la nación. No fue extraño que toda la bancada demócrata votara a favor y casi toda la republicana en contra de la expulsión.
En esa misma semana sucedió otro hecho similar, aunque con resultados opuestos. En la votación en la Cámara de Representantes para juzgar al presidente por haber alentado a una turba a la toma del Congreso, todos los demócratas votaron en favor y los republicanos en contra, salvo 10 de éstos. Una fue Liz Cheney, tercera en línea en el liderazgo de la fracción republicana. La sorpresa fue que el Partido Republicano en Wyoming, de donde procede Cheney, pidió su expulsión del partido por traicionar a quien muchos consideran su líder único, Donald Trump.
Tal vez la secuela más significativa de toda esta serie de extraños eventos sea que probablemente inicie la demarcación más clara de las visibles facciones dentro del Partido Republicano. Por un lado, está una fracción que intenta recuperar la característica que lo ha distinguido desde su fundación como un partido conservador, predominantemente de derecha. Aboga por la mínima intervención del gobierno, el libre mercado excluyente de regulaciones y una responsabilidad fiscal a ultranza. Pero también se caracterizaba por incluyente por integrar moderados de centroderecha, a diferencia del obstruccionismo que la ha caracterizado en los últimos años. Por el otro lado, hay una fracción que intenta profundizar la vía iniciada hace dos o tres décadas, que lo distingue como un partido cada vez más intolerante, en el que los movimientos de ultraderecha y libertarios, incluyendo supremacistas blancos, han ganado cada vez más espacio. La llegada del Tea Party, y su extensión el Freedom Caucus, es la muestra más clara de la nueva etapa que se ha abierto en el Partido Republicano.
Donald Trump es sólo un síntoma de esa “revolución”, o para decirlo más precisamente, la “involución” en esa organización política. De confirmarse su liderazgo, como parece ser el propósito de muchos republicanos, el partido quedaría colgado de una ideología, por llamarla de alguna manera, o lo que Trump entiende por ella. Cedería el paso a un pragmatismo anodino y sin rumbo en el que los bandazos de derecha a ultraderecha formarán parte de la cotidianidad, junto con el nacionalismo más cerril y su componente xenófobo inherente.
¿Por cuánto tiempo ambas corrientes, antípodas por naturaleza, podrían navegar en una misma dirección, o se desgajará paulatinamente? ¿Podrán responder a las características de una sociedad que sufre cambios cada vez más profundos? O esa serie de disputas y acomodos culminarán en una secesión definitiva. Son las preguntas que observadores políticos han hecho a raíz de los sucesos de las últimas semanas.
En este marco de incógnitas, surge también la forma en que el Partido Demócrata se verá obligado a definirse y resolver sus contradicciones. Hay quienes están de acuerdo con la característica moderación del partido.
También hay quienes pugnan por una vía más progresista, o de la izquierda, que lo defina como un auténtico partido socialdemócrata. Comentar esas dudas quedará para una próxima entrega.