Erika ya dio el primer paso. Tiene miedo; sabe el riesgo que corre y, sin embargo, está dispuesta a dar otros que la lleven lo más lejos posible de la casa donde el aire se ha vuelto irrespirable y las paredes la oprimen. Está a disgusto también consigo misma. Desearía ser otra, alguien capaz de luchar para no verse convertida en una presencia silenciosa, una sombra, una máquina cuya única función consiste en obedecer órdenes como las que recibe a toda hora. Artemio, su esposo, quiere que ella lo haga todo rápido, con eficacia, sin mostrarse molesta, ni triste, ni cansada y, desde luego, sin llorar, porque si no...
Sus lágrimas lo ofenden, lo exasperan, hacen que se largue a otra parte, donde no vea mujeres agachonas que lo deprimen con sus caras tristes y su expresión de animales apaleados. También se va –dice– porque está harto de las peguntas que le hace su mujer: “¿Por qué eres así conmigo, por qué has cambiado tanto? “¿Qué te he hecho para que siempre estés furioso conmigo?” Precisamente eso –contesta él. Eso lo abarca todo: desde un gesto, un movimiento, una breve demora hasta un olvido o un pequeño error.
A tanto que se lo ha dicho su marido, Érika ha llegado a creer que si a veces él pierde la cabeza y la agrede es por su culpa, por haberse vuelto tan egoísta y no darse cuenta de que él llega cansado del trabajo y necesita que lo atienda, comer, descansar, dormir y, ya que por el momento no pude reunirse con sus amigos, relajarse un poco viendo la televisión. Es lo menos que merece después de pasarse horas en la obra cargando bultos de cemento o rollos de varilla. “Ya sé que a ti te parece algo muy insignificante, muy fácil, pero es durísimo. Yo sí trabajo y no me la paso como tú, dando vueltas todo el día o asomándote a la ventana. ¿A quién esperas, o qué? Dímelo, porque si no...”
II
El aire frío que sopla en la calle estremece a Érika, pero no le importa. Esa incomodidad es mejor que soportar el bochorno en la cocina; en el cuarto, donde se siente paralizada, tiene que ceder, mostrarse dócil. Pese al cansancio, debe mantenerse despierta, ser activa y complaciente. Pero Artemio adivina que finge, porque la conoce muy bien y puede leer sus pensamientos. “Así que ándate con cuidado, porque si no...”
Érika sólo se siente libre cuando él se queda dormido. En esa breve tregua ella se inventa una vida diferente, en otra parte, donde nadie la humille ni la limite y donde pueda reír, asomarse a la ventana sin provocar las sospechas ni la ira de nadie. En ese mundo imaginario, se ve sola, pero ya no teme a la soledad. Por triste y difícil que pueda resultarle esa experiencia, siempre será mejor que la que está viviendo al lado de un marido a quien ha dejado de amar. Reconocerlo aviva su culpabilidad y sus temores. Si Artemio leyera sus pensamientos... Gritos, reclamaciones, insultos, dolor, noche en vela humedecida por el llanto silencioso, amargada por la certeza de que al amanecer volverá al infierno.
III
Desde la banca a mitad del camellón donde tomó un breve descanso, Érika mira hacia las ventanas que en las casas y en los edificios permanecen iluminadas. ¿En cuántas –se pregunta– habrá una mujer que quiera escapar del destino que eligió pensando que allí encontraría la felicidad, el amor correspondido, la ternura, la grata presencia de un hombre que jamás la acorralaría con la humillante advertencia: porque si no...
Artemio ya no es como era cuando lo conoció, hace algunos años. Entonces pasaban sus horas libres haciendo planes acerca del futuro que querían compartir, riéndose de todo, sólo por el placer de encontrar reflejada su dicha en la expresión del otro. Hubo un tiempo en que la realidad correspondió a sus sueños. Luego, cuando empezó a beber y fue despedido de varios trabajos, Artemio se volvió susceptible, sarcástico, ofensivo y cada día más cruel con ella.
Desde que se hizo necesario el confinamiento, sus agresiones, antes sólo verbales, se volvieron también físicas. Érika, por miedo a represalias, las mantuvo en secreto sin darse cuenta de que en cada herida, cada cicatriz, iban creciendo el desamor, el ansia de romperlo todo y desaparecer.
IV
Érika reconoce que ella también ha cambiado. Se ha endurecido, se ha vuelto amarga y taimada. Lleva una doble vida: la que aparenta y la otra donde se rebela y grita que no quiere más golpes ni oír más injurias, ni verse indefensa ante un hombre que la domina con la mirada y lee sus pensamientos. Para librarse de ese horror, decidió aprovechar la ausencia de Artemio para desvanecerse.
Despacio se levanta de la banca y mira a su alrededor. No sabe qué dirección elegir y simplemente se echa a caminar. Siente lástima por la gente que circula por la calle de prisa, como si alguien los estuviera esperando o persiguiendo; en cambio, a ella nadie la apresura ni la persigue, ningún peligro la acecha. Vuelve a caminar.
Mientras avanza, piensa que mañana, lejos, volverá a ser la de antes, la dueña de su vida, de sus pensamientos. Se reprocha haber tardado tanto en decidirse a tomar la llave, deslizarse por el pasillo, abrir la puerta, correr. El aire helado, las luces en la ventanas, ese hombre que camina al lado de su perro fortalecen su sensación de libertad.
Se estremece al oír un violento frenón y el grito de una mujer: “Señora, ¿quiere que la maten? Fíjese por dónde va.” Al volverse hacia su protectora, Érika ve que se encuentra frente al edificio donde vive. Las ventanas en el segundo piso permanecen apagadas, como ella las dejó. “Artemio no ha regresado”, murmura con alivio y se echa a correr. Quiere llegar antes de que él regrese, porque si no...