A pesar de que nuestra cinefilia remite a las trincheras de la Primera Guerra o a las islas del Pacífico contra Japón en la Segunda, intentar ahora alguna visión integral, por más extravagante que parezca, es tarea urgente, aunque algunos lo vean como “misión imposible”.
La economista Mariana Mazzucatto habla de eso en su más reciente libro ( Mission Economy: A Moonshot Guide to Changing Capitalism). Se trata, dice la autora, de (re)entender al capitalismo para orientarlo hacia modos de producir y distribuir diferentes a los que se impusieron en la reciente fase globalizante y no fueron enmendados después del magno susto de 2008. Lo que está sobre la mesa de la recuperación y la reconstrucción económica y social, es la capacidad que muestren las sociedades de cooperar y tejer entendimientos duraderos para la acción en un sentido convenido democráticamente. En el centro debemos poner de nuevo al Estado como gran concertador y facilitador de grandes (y no tanto) empresas colaborativas entre el sector público y los empresarios privados, sin olvidar sumar la energía que pueda surgir de las organizaciones sociales.
Lo que decidirá el rumbo y calidad de esta reconstrucción, que tiene que empezar con la dura fase de la recuperación, es la capacidad social, económica y estatal de adaptarse al cambio y gestar innovaciones que vayan más allá de lo que ofrecen los proyectos de inversión grandes y pequeños como los hemos conocido. Estamos ante un momento que bien podría ser descrito como “total”, de cooperación y descubrimiento de potencialidades que los criterios economicistas e individualistas impuestos por el momento neoliberal arrojaron a la cuneta. Sin exageración alguna, es posible decir que lo que está en el aire es el calado y el ritmo de una transformación a fondo del capitalismo como lo conocemos. Nada más, ni nada menos.
La sordera ante los gritos del inminente peligro de la “Gran Recesión” fue punto menos que criminal y, muy probablemente, sea precisamente en esa arrogancia petulante donde sea necesario detectar los vectores mayores de la ingente debilidad con que enfrentamos las primeras emergencias emanadas de la pandemia de 2020.
Los estudiosos nos advierten sobre las diferencias entre la Gran Recesión que estallara en 2008 y la que se indujo desde los poderes públicos para salir al paso de la amenaza de un contagio masivo, universal. Podemos suponer que el frenón en la producción y circulación de mercancías y servicios probablemente amainó el golpe pandémico, pero precipitó tendencias recesivas que ya habían empezado a tocar a nuestras puertas, otra vez reforzadas por la soberbia de políticos y economistas y la festiva voracidad de especuladores de toda laya.
Ahora, lo que el mundo y la especie tienen enfrente es una nefasta combinación de enfermedad, muerte masiva y recesión económica que le da particular incandescencia al dilema con el que arrancamos la peste: salud o economía; salud y economía o libertad y democracia; de nuevo, soberanía o globalización a lo bestia, como antes.
Nadie tiene varita mágica, pero no pocos temen que lo que ande por ahí sea una caja de Pandora que al abrirse salgan monstruos que todavía quedan en resguardo.
En esto, con sus peculiaridades e idiosincrasias, somos globales. Nuestra aportación al coctel envenenado del mundo viene de nuestro particular subsuelo, donde se cuecen violencia y muerte y una criminalidad convertida en actividad diaria. Urge pasar de la autoimpuesta resignación de comunidades y grupos ciudadanos que, aun sin saberlo del todo, han optado por un “exilio interior” en el cual se nutre el más ominoso de los silencios, que poco tiene que ver con el impuesto por el confinamiento, a una comunidad en la que nuestros principios dejen de ser meras formalidades.