Las empresas de redes sociales y de búsquedas por Internet han alcanzado una omnipresencia que vuelve casi imposible concebir a las sociedades contemporáneas sin ellas. Su penetración en hogares, sitios de trabajo, escuelas y cualquier ámbito imaginable se traduce en un descomunal poder económico: Alphabet (Google y YouTube), Facebook (WhatsApp e Instagram), Twitter, Snapchat y LinkedIn tienen un valor de mercado conjunto de 2.5 billones de dólares, con lo cual concentran 13 de cada 100 dólares del valor total de la Bolsa de Nueva York. Esta cifra supone más del doble del producto interno bruto de México.
Si sus dimensiones ya eran colosales, la pandemia vino a potenciarlas con un salto de 10 por ciento en su base de usuarios, con lo que hoy alcanzan a 3 mil 960 millones de seres humanos; la mitad de la población mundial. Es innegable que este crecimiento se asocia con su papel de facilitadoras de un sinfín de actividades que resultarían costosas, complejas o de plano irrealizables sin su concurso en el contexto de distanciamiento físico y confinamiento impuesto por la emergencia sanitaria.
En contraparte, no puede soslayarse que el poderío de estas empresas, todas ellas con sede en Estados Unidos, proviene de la extracción indiscriminada de datos personales de sus usuarios, los cuales son puestos a disposición de otras compañías, así como de gobiernos y otras entidades, que gracias a ellos dirigen a un público concreto la oferta de sus productos, servicios o discursos. Estas operaciones se producen en un marco de casi total ausencia regulatoria, que ha sido terreno fértil para todo tipo de conductas opacas, arbitrarias o francamente abusivas entre un puñado de corporaciones que explotan sin pudor ni ética su inédita capacidad para moldear la opinión pública, decidir los límites de la libertad de expresión, manipular información, y mediar entre las instituciones y los individuos.
Para los ciudadanos, se trata de una constante tensión entre la conveniencia y el deseo de mantener el control sobre su privacidad. Como muestra, el descalabro sufrido el mes pasado por WhatsApp después de que el servicio de mensajería instantánea anunciara cambios en sus términos de uso que implicaban una mayor extracción de datos personales en las comunicaciones sostenidas con cuentas de empresas. Muchas personas todavía son sensibles a esas prácticas cuestionables, incluso cuando éstas se presentan como formas de facilitar sus gestiones diarias. Sin embargo, tales manifestaciones de descontento tienden a ser acotadas y efímeras, y al final los usuarios retornan a estas plataformas debido a que cada día es más complicado llevar la vida cotidiana al margen de ellas.
Por lo anterior, parece claro que los consumidores enfrentan severas limitaciones en su poder para modificar el comportamiento de las empresas de redes sociales, y que dicha tarea únicamente puede ser emprendida por los estados. Pero incluso éstos se encuentran con múltiples desafíos al abordar el ordenamiento de los gigantes digitales, desde el ineludible debate acerca de la libertad de expresión, hasta el uso de los virtualmente ilimitados recursos económicos de estas compañías para frenar cualquier legislación que atente contra sus intereses. Cabe esperar que el bien común y la protección de la privacidad se impongan sobre mezquinas consideraciones pecuniarias, así como sobre la voluntad de algunas de las empresas referidas para erigirse en poderes fácticos, pero para ello será necesario el involucramiento de los ciudadanos en el diseño de un marco legal que cierre el espacio a prácticas abusivas, al mismo tiempo que potencie los beneficios creados por el avance digital.