Si usted pregunta sobre la colonia Santa Julia lo más probable es que de 10 personas al menos nueve sepan que ahí anduvo un sujeto al que llamaban el Tigre, aunque seguramente desconocerán la ubicación, que ya no se llama así, e incluso que ese Tigre se convirtió en una especie de héroe, gracias a la infodemia de principios del siglo XX, a pesar de haber sido un peligroso delincuente.
Santa Julia se situaba al poniente de la Ciudad de México, entre el pueblo de Tacuba y la calzada la Verónica –por donde hoy corre el Circuito Interior–, donde actualmente están las colonias Anáhuac, Lago Norte, Lago Sur, San Juanico, Popo, Ampliación Popo, Los Manzanos, Peralitos y parte de la colonia Granada, en la alcaldía Miguel Hidalgo.
Tomó su nombre de quien fuera propietaria de ese terreno a finales del siglo XIX, doña Julia Gómez de Escalante, mujer de “tan buen trato y bondad” que fue considerada “casi una santa” por los habitantes de la zona, a pesar de que decidió dar uso habitacional a los terrenos de su hacienda y, con ello, además de hacer un gran negocio, causó que sus habitantes fueran desplazados después de haber vivido durante generaciones en aquellas tierras llamadas una vez Tlaxpana, “donde se barre la tierra”.
Lo que fue barrido tras la urbanización de Santa Julia fue su identidad, y mientras se cambiaba la fisonomía del lugar, y los huertos daban paso a fábricas, comercios y viviendas, llegó al pueblo uno de esos personajes que tristemente se vuelven célebres por sus fechorías –en este caso particular por algo tan involuntario como aliviar los síntomas de un retortijón–, el Tigre de Santa Julia, temido en Tacubaya, Tacuba, Popotla y, por supuesto, en Tlaxpana.
De nombre José de Jesús Negrete Medina, nació, no en Santa Julia, sino en Cuerámaro, Guanajuato, por ahí de 1873, con muy mala fortuna: su madre murió al dar a luz, razón por la que su padre lo repudió y maltrató. En busca de amigos, un hogar y una actividad para ganarse la vida, se enroló en el Ejército, donde fue subiendo de rango mientras parecía construir una carrera militar con futuro, pero cuando alcanzó el grado de sargento segundo decidió darse de baja para dedicarse a otras cosas que eran más de su interés, principalmente la fiesta, y como eso de andar de parranda no sale barato, José de Jesús tenía que hacer algo para meterse dinero a la bolsa, pero trabajar no era una opción para él, por lo que se dedicó a asaltar.
En sus borracheras no tardó en hacerse de un grupo de cómplices con quienes compartió el gusto por el vicio y lo ajeno. Con ellos formó una banda de delincuentes comandada por él, y así con el Fortino, el Tranquilino y algunos más, comenzó a efectuar asaltos de los que salía impune y, cada vez más, con los bolsillos llenos. Tan rápido como le entraba el dinero mal habido se lo gastaba, por lo que con la intención de seguirle dando vuelo a la hilacha –asunto nada barato– sus golpes fueron subiendo de complejidad. De robar a personas en la calle se siguió con tiendas, comercios y viviendas, hasta que un día planeó asaltar la hacienda de Aragón, atraco que le significaría poder dedicarse a su vida crápula al menos durante varios meses sin tener que arriesgarse a dar otro golpe. Pero las cosas no le salieron como esperaba.
La policía lo detuvo y llevó al cuartel del pueblo de Santa Julia, sitio al que llegó con nulas posibilidades de evadir a la justicia debido a las irrefutables pruebas que se tenían en su contra. Ante aquel panorama, José de Jesús no encontró mejor opción que escapar de prisión, cosa que logró pero no con las manos limpias, pues en su escape asesinó a dos gendarmes. Fue entonces cuando se ganó el apodo de Tigre de Santa Julia, debido a que la noticia de su fechoría apareció en un periódico que publicó la información de manera tergiversada, al enaltecer las habilidades escapatorias del Tigre y ridiculizar la pobre capacidad de la policía para evitar su fuga. Con ello el Tigre ganó no sólo la simpatía del pueblo, sino que se convirtió en una figura legendaria.
El asunto llegó hasta Porfirio Díaz, quien encargó al hijo de su hermano el Chato, el general Félix Díaz, que detuviera al bandido. Rápidamente, el “sobrino del tío” formó un grupo con sus mejores hombres para buscar y encontrar la mayor debilidad del ratero. Poco tardaron en averiguar que era de cascos ligeros, y que una de sus novias, Lupita, vivía en Tacubaya. Félix Díaz la convenció bajo métodos que hoy atentarían contra el debido proceso, para que purgara al Tigre, y, tras ello, esperaron durante varias horas a que apareciera en casa de Lupita y que la purga surtiera efecto; así fue, por lo que aliviando los síntomas de un retortijón, el Tigre de Santa Julia fue aprendido, llevado a la cárcel de Belem y ejecutado.
Su cráneo está expuesto en el centro cultural Isidro Fabela como recuerdo de un personaje que, pese a haber sido ladrón y asesino, pasó a la historia con simpatía y popularidad debido, en mucho, a la cobertura torcida de algunos periódicos, cuya nota, en tono de lamento, destacó sobre todo lo demás que al “popular y escurridizo” Tigre de Santa Julia lo pudieron detener sólo –y gracias– a un retortijón.