Sí, 1949 brillaba.
“Bilbao, la feria de los toros grandes, los impermeables y el aficionado serio, donde las palmas tenían el metálico son del hierro y las castañuelas daban su lugar al grave doblar de campanas. San Sebastián, la feria coqueta de los veraneantes que todo lo exigían, pero también todo lo aceptaban. Valencia, la alegre y fina Valencia, la feria bonita de las naranjas sabrosas y las corridas abundantes. Málaga, alegre y torera como una pandereta. Salamanca, la feria campera que olía a hierba fresca y se miraba taurina y sobria. Nazareth (Portugal) tenía entonces sus festas pintorescas. Arlés (Francia), sus fêtes tradicionales. Ronda, la vieja, una feria de pergaminos y trajes de otros tiempos. Sevilla, la catedrática, donde los espectadores iban a la Maestranza como los jueces del tribunal.
“No faltaban cuadros tristes dentro de mis recuerdos de esos días: a Maravilla lo hirió un toro en Badajoz. La cornada era del tamaño de un dedal, pero el sitio era peligroso. Al bajarme de su ancho vi, horrorizada, que se le salía el intestino. Quise quedarme con mi caballo, pero el público me esperaba. Monté al Matavacas y volví al ruedo. Un rejón bastó para tumbar patas arriba al toro y luego saltamos sobre él con la euforia del triunfo. Cosas de la Fiesta…
“Entré después en el sombrío patio de cuadrillas y mi ánimo, que tan grande se sintiera hacía momentos, volvió a hacerse chiquito…
“Mi caballo estaba mal. Ruy lo atendía, mas la herida era demasiado grande aun para sus manos habilidosas. Apareció un médico veterinario que suturó la herida y entretanto llamamos al profesor Fernández Marques, que emprendió viaje desde Lisboa.
“Durante cinco días estuvimos siempre con Maravilla. Noche y día había luz en su box, donde de cuatro en cuatro horas le era aplicada una droga relativamente nueva: penicilina. Venía en cajas de hielo. Recuerdo que pagamos 40 mil pesetas por el remedio... ¿cuánto no valía mi caballo?
“Tanta gente se interesaba por Maravilla, que el gobernador mandó dos guardias a que vigilaran la puerta de la cuadra y hasta las telefonistas de Badajoz sabían informar del estado del enfermo.
“Creímos, por fin, haber vencido. Partimos Asunción y yo con destino a Málaga mientras Ruy se regresó a Portugal con el caballo convaleciente…
“Una madrugada de agosto regresamos a Alfeizerao después de una corrida en Figueira. Entramos en la cuadra y nos encontramos a Maravilla que yacía en el suelo retorciéndose de dolores. Hicimos todo para salvarlo, pero fue imposible. La autopsia dio el motivo: un hilo traicionero, colocado en el momento de la cogida por un solícito monosabio, amarraba el intestino a la pared abdominal. Se habían formado adherencias que acabaron por matar a su víctima.
“Acompañamos toda la angustia de Maravilla y cuando llegó su hora (los animales la presienten) me miró afligido. Sabía muy bien la falta que me hacía.
“Al amanecer lo cubrieron con arena del ruedo bajo los eucaliptos de Alfeizerao. Cuando pienso en aquel lugar aún canta en mis oídos el eco de un relincho, orgulloso… fuerte… amigo.
“De tarde en tarde, mirando los ruedos que pisábamos, recordaba, cual acuarelas imperecederas, faenas o detalles cumbres ahí acontecidos. Los cuatro pares de banderillas y la estocada de Armillita en Bilbao, cuando el puño del estoque quedó como un botón de rosa entre ocho palos adornados. La faena de Pepe Luis, en Aranjuez. La estocada de Rafael Ortega, en Murcia. La de Rovira, en Valencia. Los cuatro muletazos de Manolo Vázquez, en Madrid. La bravura de un toro de Domecq, en Jerez. La salida de un Pablo Romero, en Madrid. La maestría de Luis Miguel, en Dax. Un remate en el Puerto, de Antonio Ordóñez. El par del Vito, en Sevilla. La Rivalidad de Manolete y Arruza. Una intervención de Magritas, en Burgos… ¡Y cuántas acuarelas más permanecían frente a mis ojos!
“En este ambiente de alegrías y pesares, Marcial Lalanda, con su mirada calma y franca que, con un ligero pestañeo podía volverse amiga o desdeñosa, que administraba el futuro de sus cuatro poderdantes: Pepe Luis y Manolo Vázquez, Antonio Ordóñez y yo.
Manolo y Antonio eran dos chiquillos apenas. El primero, más precoz que su compañero, era moreno y vivo, de gestos graciosos y actitudes compuestas. Antonio, con su figura desgarbada.
“de adolescente aún no había decidido si juntar o separar las largas piernas frente a los astados.”
(Continuará) / (AAB )