A lo largo del siglo XX, la relación entre la presidencia mexicana y la política exterior estadunidense nunca fue fácil. Durante años, Porfirio Díaz fue una de sus piezas favoritas. Hasta la crisis política y militar de 1906-1907. La conjunción de la implosión económica y la rebelión anarquista condujo a Díaz a distanciarse del gobierno de Theodore Roosevelt. El presidente Taft se encargaría de socavar el consenso del oaxaqueño y promover su derrocamiento. No por casualidad, la sentencia “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”, que escribió Nemesio García Naranjo, se atribuye míticamente a Díaz. Y fue el mismo Taft quien procuró el ascenso de Francisco I. Madero y, dos años después, su asesinato durante el golpe de Victoriano Huerta. Carranza nunca confió en Washington y Washington nunca confió en Carranza. Acabó huyendo en una llanura antes de ser asesinado junto a un río. Obregón aceptó las negociaciones de Bucarelí, pero el romance duraría poco. Calles, la contraparte de esa diarquía presidencial, se enfrentó abiertamente a la administración de Coolidge en el tema de la propiedad sobre el subsuelo. En esa sinuosa historia, Lázaro Cárdenas se revelaría como el más hábil para capitalizar las contradicciones internas de la política de nuestros vecinos del norte y ceder lo menos posible. Expropió terrenos y empresas estadunidenses y promovió el nacionalismo económico y cultural sin incurrir nunca en un conflicto mayor con Roosevelt.
Los años del desarrollo estabilizador tampoco fueron sencillos. El más leal de los presidentes mexicanos a la Casa Blanca fue un asesino: Gustavo Díaz Ordaz. Luis Echeverría (que al parecer se encontraba en la nómina de la CIA) fue uno de los principales impulsores del tercermundismo. Y el gobierno de José López Portillo, que gozó al inicio de la confianza de Jimmy Carter, concluyó su mandato con la nacionalización de la banca. Pero nunca antes, ni siquiera en la era de Santana, que intentó retener por las armas a Texas, una élite gobernante mexicana devino una suerte de apéndice indiscriminado de Washington, tal y como sucedió con la tecnocracia que Salinas de Gortari condujo al poder. Carlos Monsiváis definiría a ese grupo que gobernó hasta 2018 con toda la ironía del caso: “Los primeros americanos nacidos en México”. El balance de esas tres décadas se podría resumir en una sola palabra: el abismo. Sus signos son distinguibles hasta la fecha: las secuelas de un narcoEstado, la emigración masiva, un estamento empresarial supino, una pobreza inconcebible en el siglo XXI. Con Peña Nieto, la Casa Blanca pudo hacer lo que se le antojaba. Y lo hizo. Los años de Barack Obama (y su vicepresidente Biden) quedarán inscritos como el gobierno más antimexicano en la historia de esta compleja relación. El balance es bien conocido: deportaciones clandestinas y masivas, empoderamiento de las redes del narcotráfico (como la operación “Rápido y furioso”), ruina ecológica a través del extractivismo. Y, sobre todo, la promoción de una ley energética que abría la posibilidad de que empresas estadunidenses se convirtieran en las concesionarias (durante 99 años) de las reservas petroleras.
Desde su inicio, el gobierno de Morena se propuso modificar los términos de esta relación. Aprovechó lo que se podría llamar el paradigma de Trump: por un lado, una agresiva retórica antimexicana; por otro, un convidado de piedra en la Casa Blanca enfrentado frecuentemente a las maquinarias del Departamento de Estado. Sus logros no han sido considerables, aunque sí visibles: contener el endeudamiento, un gi-ro en la política energética, se abrió paso a un tipo de soberanía en el ámbito de laseguridad, se negoció un acuerdo de emigración que cerraba la frontera sur a cambio de hacerse de la vista gorda para la emigración mexicana en la frontera norte.
El triunfo de Biden en la elección reciente trajo consigo el retorno del bloque político y económico que creó el abismo durante la administración de Obama. Un grupo empeñado en rehacer las concesiones que había obtenido durante esos años. El tema energético ha devenido particularmente álgido en tres aspectos:
1. La retórica oficial de Washington proclama que al gobierno mexicano no le interesa promover las fuentes de energía “limpias” y renovables. Que quiere mantenerse en el ámbito de las energías fósiles y “sucias”. ¿Entonces por qué tanta presión para preservar una ley que les da un acceso casi feudal a esas energías “sucias”? El ecologismo de la Casa Blanca es retórica pura. En las próximas dos décadas, petróleo y gas natural seguirán siendo un gigantesco negocio.
2. Se acusa a la política oficial de violar el T-MEC por restringir el acceso internacional al mercado de la producción eléctrica. De la misma manera, se podría acusar, con el T-MEC, a las corporaciones energéticas de “prácticas de privilegios”, como los que brindó Felipe Calderón. El dilema es que el nuevo tratado ya no incluye instituciones para litigar.
3. Se aduce que se violan los acuerdos ecológicos de París. ¿Existe algún gobierno en el mundo que los cumpla? Pregunten a Emmanuel Macron y los chalecos amarillos.