Durante los primeros 11 meses del año pasado, la exportación de aguacate a una treintena de países generó mil 847 millones de dólares, una caída de 31 por ciento con respecto a los 2 mil 681.9 millones de dólares ingresados en 2019, pero que sigue colocando a este cultivo entre los principales productos agrícolas mexicanos. La contraparte de este enorme éxito comercial es una devastación ambiental que avanza a la par del crecimiento del negocio aguacatero: de acuerdo con la Secretaría de Medio Ambiente, Cambio Climático y Recursos Naturales de Michoacán –entidad de donde proviene 84 por ciento del aguacate nacional– cada año se pierden entre mil 200 y mil 500 hectáreas de bosque para ampliar los cultivos del fruto.
Los altos precios que alcanza el llamado “oro verde” en el mercado internacional son un incentivo perverso para la destrucción de los bosques michoacanos, donde año con año se provocan incendios forestales a fin de abrir nuevas fronteras a la producción aguacatera. Sólo en 2020, 18 mil hectáreas de bosque fueron arrasadas por el fuego, pero además se sabe que pequeños productores que buscan pasar inadvertidos recurren a talar o secar secciones reducidas de bosques. Por estos métodos, se ha llegado a que hoy el territorio michoacano albergue 135 mil hectáreas de cultivos legales de aguacate, y un estimado de 30 mil hectáreas en las que se ha sembrado sin ningún permiso ni regulación.
Esta lógica mercantil impacta de manera directa en un encarecimiento de los alimentos básicos, pues campos que antes eran destinados a la producción de plantas para el consumo local, ahora se encuentran acaparados por un monocultivo orientado a la exportación; es decir, que la producción de ganancias ha remplazado a la producción de comida. Además, las ingentes cantidades de agua que requieren estos árboles generan un grave problema de abastecimiento y acceso al líquido, como constatan los habitantes de las regiones donde se ha impuesto este agronegocio.
Pero es indudable que el mayor afectado por la expansión indiscriminada del árbol de aguacate es el medio ambiente. En efecto, como sucede en regiones tropicales con la palma de aceite, este monocultivo genera lo que los movimientos ecologistas han denominado “desiertos verdes”: zonas donde se ha aniquilado la biodiversidad, haciendo imposible la subsistencia de las especies animales que dependen de la variada y compleja cobertura vegetal de los bosques nativos. Además, como todo monocultivo, agota la riqueza del suelo al cabo de pocos años, volviéndolo infértil no sólo para ésta, sino para cualquier otra plantación; para colmo, esto crea un círculo vicioso en el que se tala más bosque para compensar los territorios perdidos tras esquilmar el suelo. A la larga, donde hubo monocultivos no quedan sino páramos en los que ya nada puede crecer; los beneficiados por el boom exportador simplemente huyen, dejando a la población local con las manos vacías y sin posibilidades de volver a sus anteriores prácticas agrícolas.
Está claro que no puede cancelarse de manera abrupta una fuente tan relevante de ingresos para miles de familias, pero los daños actuales y la insostenibilidad intrínseca de este modelo de negocio obligan a plantear alternativas en las cuales se concilien las necesidades económicas con las de índole socioambiental y, ante todo, en las que las ganancias presentes no se traduzcan en una miseria futura.