La iniciativa de reforma a la Ley de la Industria Eléctrica que el presidente Andrés Manuel López Obrador envió al Congreso de la Unión para establecer la prioridad en el despacho de la energía producida por la Comisión Federal de Electricidad (CFE) generó una andanada de críticas y –no podían faltar– de augurios apocalípticos sobre las terribles consecuencias que tendrá para la nación el enfadar a los capitales extranjeros o sobre el incremento de los precios de la electricidad que conllevará la modificación legal.
Se trata, nos cuentan, de “un ataque a la iniciativa privada”, “el fin de la libre competencia” y una “rexpropiación” (sea lo que sea que eso quiera decir) que provocará un retroceso de medio siglo en el desarrollo nacional. Adicionalmente, la reforma propuesta, arguyen, es “ambientalmente irresponsable” y contraviene “los compromisos internacionales de México”.
Envueltos en ramos de hojas verdes, los zopilotes del saqueo energético omiten el fondo del asunto, que no tiene que ver con atentados a la libre empresa, la competencia económica ni la ecología, sino con la recuperación de un sector estratégico nacional que fue legalmente declarado territorio de saqueo por medio de la reforma energética impuesta por el Pacto por México con el concurso de legisladores sobornados.
En los términos aprobados entonces, la CFE debía ser tratada como una empresa más a la hora de inyectar la electricidad que produce para la red nacional, pero es esta misma empresa la que tiene que pagar lo generado por sus competidores, muchos de los cuales convirtieron las energías limpias en un negocio inmundo: le venden al Estado su producción fotovoltaica o solar y que el Estado se haga bolas a ver cómo le hace por las noches o los días de poco viento.
Esta regla obligó a la Comisión Federal de Electricidad a invertir grandes sumas en la instalación de sistemas de generación de respaldo –el almacenamiento de electricidad a escala de gigavatios es simplemente inviable– para que el abasto no se interrumpiera ni decayera con la inevitable intermitencia de la generación privada. ¿Y cómo construir esos sistemas de respaldo? Fácil: un contratista privado le vende a la empresa pública una central de ciclo combinado, que funciona con gas natural, construye con dinero público los gasoductos necesarios para llevar el combustible a la planta, cobra la renta de los gasoductos y cuando el Estado termina de pagarlos, el contratista se queda con la propiedad.
En esas condiciones, era claro que este gobierno debía cumplir el mandato popular del primero de julio de 2018 de rescatar de sus depredadores el sector energético nacional, no sólo para detener el enorme saqueo al erario, sino también por razones de soberanía nacional.
Como están las cosas, si un día los vendedores de gas natural de Texas amanecen de mal humor, nos paralizan medio país, y cualquier fondo trasnacional de inversión puede decidir que cierra sus operaciones en México, deja a oscuras a una o varias entidades de la República y provoca un desbarajuste mayúsculo en la red eléctrica nacional.
Es por esas razones que la Cuarta Transformación (4T) empezó por sanear y fortalecer las entidades energéticas nacionales –Petróleos Mexicanos y la CFE– y no por emprender una transición energética diseñada al gusto e interés de las trasnacionales y de los generadores privados mexicanos. Que sea con cuerpos de agua, con sol, con gas, con carbón y con combustóleo, pero que la Comisión Federal de Electricidad recupere, antes que nada, su capacidad de abastecer de energía eléctrica a la nación.
A contrapelo de los buitres con logotipo de mariposa, de la reacción oligárquica y de los despistados que además de flores se comen el cuento de un gobierno enemigo del medio ambiente. Entre muchas otras cosas, los críticos “ambientalistas” omiten que la mayor proporción de energía limpia es la que generan las hidroeléctricas propiedad de la CFE y que en el caso de México el cumplimiento de la Agenda 20-30 no va a lograrse sólo poniendo páneles y rehiletes, sino –en primer lugar– repotenciando las turbinas de las grandes represas.
La transición hacia energías limpias que la nación necesita no empieza por entregarle territorio a parques eólicos, granjas solares y esa clase de megaproyectos, sino por recuperar para México la soberanía energética. Asústense: si a esas vamos, el salto hacia atrás no es de 50 años sino de 80, es decir, al espíritu cardenista que avizoró un sector energético nacional al servicio de toda la población y no sólo de unos cuantos.
La transición energética de la 4T no va a continuar el desmantelamiento de la herencia cardenista ni será territorio de negocios inmundos, como lo estableció la reforma peñista. Se hará entre todos, para todos, desde abajo y sin dejar atrás a nadie.
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