En un país donde de manera masiva y apabullante los acusados de cualquier delito son víctimas de una maquinaria de abuso sistemático si no cuentan con dinero o influencias políticas o sociales, se ha vuelto un espectáculo de morbo pedagógico inverso al interés de la sociedad y el Estado el presenciar mediáticamente las batallas que unos cuantos poderosos caídos en desgracia libran para no pisar la cárcel y eludir flagrantemente los mecanismos de control que son impuestos a las mayorías sujetas a esos procesos.
Ejemplos recientes, aunque sus expedientes sean distintos en cuanto a procesamiento, se han vivido con el general Salvador Cienfuegos, ex secretario peñista de la Defensa Nacional que estuvo preso de mañana en Estados Unidos y al iniciar la noche del mismo día ya estaba libre en México, listo para ir a dormir a casa, ostentosamente intocable como sigue.
Antes, el ex director peñista de Petróleos Mexicanos, Emilio Lozoya, cual príncipe de la corrupción triunfante mediante delaciones negociadas (aún incumplidas a plenitud), tampoco había tocado un centímetro de cárcel y se mueve en un rango de libertad gozosa, aunque formalmente condicionada.
Ayer, con el ex gobernador de Puebla Mario Marín Torres se rompió esa tendencia de privilegios explícitos y el llamado góber precioso fue sometido a continuar su proceso en una cárcel de Quintana Roo. Ya se verá si más adelante se le conceden excepciones tan usuales en estos episodios, como el uso de cuartos de lujo en hospitales para pasar el trago amargo (por ejemplo, Elba Esther Gordillo, la cacica magisterial caída en desgracia con Peña Nieto, pero ahora tan retribuida políticamente).
Alonso Ancira, acusado de corrupción en el expediente de Agronitrogenados, durmió de la madrugada del miércoles al jueves en una ambulancia y, reanudada la diligencia judicial correspondiente, peleó para que le permitan procesar su caso en libertad condicionada. A la hora de cerrar esta columna no se sabía si le aceptarían las garantías que ofrecía a cambio de ir a casita.
Dos Méxicos tan distantes. Varas judiciales modificables. Tan distinto puede ser llevar una acusación judicial, en el infierno colectivo de las cárceles o en el privilegio grosero, casi subversivamente exhibido por quienes tienen poder.
La actual secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, trató de escabullirse ayer, durante la conferencia matutina de prensa en que suple al presidente López Obrador, de su responsabilidad histórica al votar como ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en 2007 contra las exigencias de Lydia Cacho, con un argumento insostenible (todas las citas, en la página oficial https://bit.ly/3jhNGtj): “El parámetro de gravedad [del caso Cacho] lo estableció un precedente bien importante, que es el precedente del vado de Aguas Blancas, la matanza de los campesinos del vado de Aguas Blancas, ese fue el parámetro de gravedad” (o sea, diría la elegante secretaria, hasta en el caso de violencia gubernamental castigable hay clases o niveles: observación astillosa).
“Obviamente fueron violaciones a sus derechos; sí, yo lo dije categóricamente en las sesiones del pleno [aunque votó por que no se castigaran, pues ‘eso no implicaba violación grave de sus garantías individuales, porque podía defenderse con los mecanismos jurídicos existentes’: dijo en 2007], incluso hablé de tortura sicológica a su persona, pero el caso tuvo éxito en las instancias de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y obviamente cumplimos la recomendación de la comisión y se le brindó una disculpa pública a Lydia Cacho” (es decir, otros limpiaron años después lo que Olga y otros ministros ensuciaron: astillas en forma de detergente posdatado).
Eso sí, Sánchez Cordero, la fallida escapista del caso Cacho, “insistió”, respecto a Mario Marín, el góber precioso y su encarcelamiento, en que “todos en este país debemos de tener un proceso justo, independientemente, un proceso justo”. Mmm. ¡Hasta el próximo lunes!
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