El director regional de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para Europa, Hans Kluge, pidió “paciencia y comprensión” a las naciones de ese continente, varias de las cuales hacen frente a un descontrolado rebrote de la pandemia y a elevadas cifras diarias de fallecimientos por el nuevo coronavirus. Asimismo, el funcionario internacional apeló a la solidaridad de los europeos para que entiendan la necesidad de que las dosis sean repartidas también entre países pobres.
La declaración es ilustrativa de la exasperación, las inconformidades y las críticas que surgen en prácticamente todo el mundo ante la lentitud con que las vacunas de diferentes denominaciones son producidas y empiezan a ser accesibles, así como de la frustración masiva por la imposibilidad de gestionar campañas de inoculación en la magnitud que la circunstancia exigiría.
Lo cierto es que, ante el recrudecimiento y la persistencia de la pandemia y la carencia de dosis suficientes para contenerla, buena parte del planeta asiste a lo que el vicepresidente de Castilla y León, Francisco Igea, describió como “la subasta de chalecos salvavidas durante el hundimiento de un barco”, un escenario moralmente devastador en el que, para colmo, ni siquiera los más ricos pueden procurarse chalecos salvavidas en las cantidades requeridas. De allí la “frustración” de los gobiernos y sociedades del viejo continente ante la desesperante parsimonia con la que llegan los envíos de vacunas.
Ciertamente, una razón obvia de la lentitud es la imposibilidad de las entidades productoras de montar, de la noche a la mañana, cadenas de producción capaces de fabricar en conjunto centenas de millones de dosis a la semana, como lo demandaría el tamaño de la población mundial –cerca de 7 mil 700 millones de personas– si se planteara como objetivo inmunizarla contra el Covid-19 en cosa de un año.
Por lo demás, la caótica circunstancia en la producción, distribución y aplicación de los nuevos fármacos es el predominio de industrias farmacéuticas privadas en su investigación, desarrollo y elaboración. Los motivos de la ganancia particular no siempre coinciden con el interés general –ni siquiera en situaciones en las que, como ahora, está en riesgo la vida de millones de individuos– y hoy resulta más claro que nunca que la condición privada de los servicios de salud en sus distintas expresiones –médica, hospitalaria, farmacéutica y otras– termina por ser nugatoria del derecho universal a la salud, y que en éste, como en otros ámbitos, la cooperación habría sido mucho mejor idea que la competencia, y la solidaridad mejor recurso que el egoísmo.
Con ese telón de fondo, no es de extrañar que algunos ciudadanos mexicanos que cuentan con los recursos económicos necesarios acudan a Estados Unidos a hacerse vacunar y que, para colmo, ostenten la acción en redes sociales. Tampoco sorprende que figuras políticas y mediáticas exhiban su clasismo y su ignorancia descalificando vacunas como la rusa Sputnik V y la china CanSino como productos “de segunda” o “para pobres”, en contraste con formulaciones “de calidad”, como las de Pfizer-BioNtech, AstraZeneca –cuyo suministro mundial fue temporalmente interrumpido por “problemas operativos”– y Moderna, producidas en Estados Unidos y Europa occidental.
En suma, si algo ha dejado en claro la pandemia es que la salud mundial no debe dejarse al arbitrio del libre mercado, que la comunidad internacional debe replantear sus modelos de gestión de los servicios de salud y que en este terreno se debe dejar atrás la competencia para avanzar en la colaboración.