Quizá sea la mía una percepción demasiado subjetiva como para tener validez alguna, pero tengo la convicción de que, por complejas y fascinantes razones geopolíticas y culturales, las décadas recientes han atestiguado un notable auge de la música de concierto en los gélidos países del norte de Europa o, al menos un perceptible aumento en la circulación internacional de música de aquellas latitudes. Entre los diversos detonadores de este auge se me ocurre mencionar, por ejemplo, la implosión de la Unión Soviética en 1989, que de pronto dio lugar al insólito reconocimiento y divulgación de la música de compositores bálticos antes desconocidos, particularmente estonios y letones. Desde entonces, a veces a cuentagotas y a veces como una avalancha, surgen y se dan a conocer voces musicales que nos eran ajenas, y entre estas voces se encuentran tanto creadores maduros cuya obra estaba escondida detrás de nuestra propia ignorancia (o de la Cortina de Hierro), como compositoras y compositores recién surgidos en sus respectivos ámbitos culturales. La lista, al menos de los que he tenido oportunidad de conocer recientemente, es muy larga como para glosarla aquí. En cambio se me ocurre, como una especie de colofón ilustrativo de esta introducción, mencionar un caso puntual con el que me topé hace unos días: la audición de una obra formidable de una compositora contemporánea cuyo nombre había escuchado en algunas ocasiones, pero cuya música desconocía.
El pasado viernes 29 de enero, la Orquesta Filarmónica de Berlín, conducida por su titular, Kirill Petrenko, estrenó (en un concierto en vivo, sin público, transmitido por su Sala de Conciertos Digital) una fascinante obra titulada Catamorphosis, de la notable compositora islandesa Anna Thorvaldsdóttir (1977). Una buena muestra del prestigio que Thorvaldsdóttir se ha ganado en años recientes es que la obra le fue encargada conjuntamente por la Fundación de la Filarmónica de Berlín, la Orquesta Sinfónica de Islandia, la Orquesta Filarmónica de Nueva York y la Orquesta Sinfónica de la ciudad de Birmingham. Obra compleja y profunda, escrita con un artesanado que demuestra gran sabiduría, Catamorphosis es ante todo un sólido estudio en texturas, colores y densidades (como casi toda la música de la compositora de Islandia) que se percibe alternativamente como una diáfana iridiscencia que encandila los oídos o como el denso y rugiente flujo de un magma primordial. El uso que la compositora hace de los nuevos modos de producción sonora nunca es un ornamento, sino que está en la esencia misma del discurso. Si bien es claro que Thorvaldsdóttir ha desarrollado un lenguaje de cualidades altamente personales, una audición atenta de la obra (que resulta una experiencia sonora de alto impacto) permite descubrir aquí y allá fugaces ecos de otros mundos acústicos: un poco de la apretada micropolifonía del húngaro György Ligeti, algunas pinceladas de la paleta colorística de la finlandesa Kaija Saariaho, reminiscencias de los masivos bloques sonoros de su paisano Jon Leifs. En el perfil biográfico de la compositora que encabeza su página web, se afirma certeramente que “su música está escrita como un ecosistema de sonidos, en el que los materiales surgen continuamente los unos de los otros, con una inspiración importante en la naturaleza y sus muchas cualidades, en particular las estructurales, como la proporción y el flujo”.
El impacto que me produjo la audición de Catamorphosis me llevó de inmediato a buscar y encontrar en la red un buen número de grabaciones (discográficas y de concierto) de obras de Anna Thorvaldsdóttir, principalmente orquestales. En esas audiciones ulteriores confirmé las numerosas cualidades de su música y confirmé también, destacadamente, que además de su oficio y artesanado de altos vuelos, su música posee en abundancia esa cualidad fundamental que, como lo ha dicho el compositor Mario Lavista, suele estar ausente de mucha música moderna y contemporánea: la expresividad, que a Thorvaldsdóttir le sobra.
Vaya esta reseña como una enfática invitación a explorar el deslumbrante (y si, ricamente inquietante) mundo sonoro de Anna Thorvaldsdóttir.